«Como en la iglesia para subsistir»


Gustavo ha llegado a tiempo: es el número 15. Tiene que esperar una hora a que se abran esas viejas puertas de madera, así que se apoya en la frontispicio de baldosín, se pone los auriculares y mira su móvil, con el casco en la individuo y una mochila resplandeciente de Glovo entre sus piernas. Gustavo trabaja de sol a sol, pero acude prácticamente todos los días al comedor social de la Positivo Hermandad del Refugio, un edificio en el corazón de Madrid que reparte a diario entre 200 y 300 cenas, según informa su página web, a partir de las siete de la tarde. El pasado jueves, Gustavo pudo presentarse a las seis y reunir un tique con el número 15 que le garantizaba, por primera vez, una comida caliente.

Gustavo (pide utilizar un nombre ficticio para evitar represalias) nació en Río de Janeiro hace 31 abriles y aterrizó hace tan pronto como dos meses en Madrid. Rápidamente empezó a trabajar como ‘rider’ para la plataforma de Uber Eats, aunque utiliza la mochila de reparto de Glovo porque la compró él mismo, la más trueque, por 32 euros. Una mochila que sobresale en una larga culo variopinta, donde jóvenes, mayores, hombres, mujeres, sin techo, toxicómanos, trabajadores y otros repartidores a domicilio esperan su ración. «Vengo casi todos los días, para economizar», dice Gustavo, «es difícil comportarse en Madrid y muchos repartidores venimos aquí».

El segundo en aparecer es Osman, un ecuatoriano de 35 abriles. Aparca su velocípedo contiguo a un árbol, besalamano a Gustavo y ocupa su puesto en la culo. Él no ha llegado a tiempo para conseguir un tique –hasta ahora, nunca lo ha hecho– y cenará un emparedado. Osman acude a este comedor «todos los días». «Entre nosotros nos pasamos la voz: «Oye, en esta iglesia dan comida, en esa otra, cena». Lo hago para economizar porque obviamente el peculio no alcanza», cuenta. Por las mañanas desayuna pan con café. Para el desayuno, gracias a las propinas ocasionales de 1 o 2 euros por entrega, puede permitirse un táper de comida preparada en el supermercado. La merienda-cena, siempre en la iglesia.


Osman posa con su ración de comida, contiguo a la culo que se forma a las puertas de la Positivo Hermandad del Refugio


TANIA SIEIRA

El jueves, Osman salió del edificio de la Positivo Hermandad con un par de sándwiches de fiambre, dos minicruasanes y dos mandarinas. Esa misma tarde, en esa céntrica callejuela (la Corredera Desprecio de San Pablo) comieron al menos una decena de ‘riders’ con sus cascos y sus mochilas fosforitas a cuestas, algunas con los logos de Uber y Glovo. El trabajador en las puertas de la asociación benéfica, el que regula y da paso a las dos colas (la de comida caliente y la de bocatas), está acostumbrado: «Sí, vienen muchos ‘riders’. Hombre, si cobran 600 euros al mes… Pues nosotros lo único que podemos hacer es ayudarles».

Doble precariedad

A las siete de la tarde, tras unas diez horas de trabajo a pedales, Osman acumula 31,15 euros en su cuenta de Uber Eats. «He empezado a las ocho de la mañana, llevo ocho viajes, he ido a Ventas, al Bernabéu, lejísimos… Y seguiré hasta las merienda de la incertidumbre. Se cobra adecuadamente poquito y es adecuadamente sacrificado», reconoce. Sus ingresos mensuales rondan los 600 euros, la porción del salario minúsculo interprofesional; un mes bueno, 800 euros. Cada lunes recibe una transferencia con el peculio de la semana antecedente, porque su cuenta de Uber Eats la gestiona otra persona.

Osman pagó 450 euros «clandestinamente», en un mercado triste de licencias para ‘riders’ que se nutre de inmigrantes sin papeles. Gustavo pagó 400 euros. Este trapicheo ocurre desde hace abriles: antiguos repartidores con la documentación en regla venden o alquilan sus cuentas, algunos incluso cobran comisiones de hasta un 40%. Osman y Gustavo trabajan en las mismas condiciones paupérrimas que los ‘riders’ legales, pero sin ningún tipo de protección profesional en sus jornadas maratonianas. «Toditos estamos en la misma situación, todos de Sudamérica», sentencia Osman.

Esta cesión ilegal de trabajadores se ha convertido en un problema estructural de las empresas de reparto de comida a domicilio, que se sostienen, en veterano o último medida, a partir de una saco de inmigrantes irregulares y desprotegidos. La ley ‘rider’ impulsada por la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, entró en vigor en agosto de 2021 para revertir este maniquí profesional y la precariedad de los repartidores. Sin éxito. Las plataformas evitan las contrataciones directas, los falsos autónomos pedalean por las calles y los sindicatos continúan batallando en los tribunales con denuncias de fraude profesional.

El debate divulgado asimismo está amplio: en X (antaño Twitter) se argumenta sobre la moralidad de pedir a domicilio una incertidumbre lluviosa o sobre los riesgos de que un adolescente sume horas y pedidos acelerados para rozar más peculio. El pasado abril, un repartidor de 29 abriles, un adolescente venezolano que no cumplía ni un año en Madrid buscándose la vida, murió atropellado de mañana por un taxi en la avenida de la Ciudad de Barcelona.

En investigación de una vida mejor

En frente de la iglesia, Gustavo y Osman explican que trabajan para Uber Eats porque las tarifas de Glovo son aún más bajas; en la primera ganan 2,90 euros por un trayecto de 2 kilómetros desde un céntrico supermercado hasta la Puerta del Sol. Con esos precios necesitan muchos viajes. «Salimos de casa a las ocho de la mañana y entramos a las doce de la incertidumbre», asegura Osman. En ningún momento se quita el casco ni las lentes de ciclista de cristales ambarinos. La merienda-cena en la Positivo Hermandad del Refugio tan pronto como es una parada que Gustavo utiliza para «guardar y poder anexar peculio». «Estoy buscando estabilidad financiera, es muy dificil la ajuste, pero estoy intentando conseguir una vida mejor, porque todos sabemos que Brasil es muy violento, escueto, hay desempleo», defiende.

Osman asimismo escapó de Ecuador en investigación de una vida mejor, y tiene muchos gastos que retribuir. El arrendamiento de la velocípedo, 140 euros al mes. El arrendamiento de una habitación, tan pronto como «una camita y un mueble», en Ciudad Recto, 200 euros al mes. La comida que no le proporciona la iglesia. La cuota de un abogado «que no cobra mucho» contiguo a otros dos compatriotas para tramitar sus papeles. Una deuda en Ecuador, de 7.000 dólares, con los que pudo salir del país, y que debe saldar con 200 dólares mes a mes. Y una cantidad para su mujer e hijos, todavía en Libre. «En Ecuador hay una crisis fatídico, allí era taxista, con mi propio coche, pero es muy peligroso. La meta ahora es aparecer, poco a poco, a obtener la documentación constitucional», resume.

A pesar de las condiciones, ser ‘rider’ es el único trabajo al que pueden ampararse. Este diario ha contactado con algunas plataformas de ‘delivery’ para conocer la proporción de repartidores contratados y autónomos en Madrid y el número de casos de cesión ilegal de trabajadores detectados en la ciudad. «No tenemos constancia de que ocurran estas acciones», responden desde Uber, aunque precisan que han «implementado varias medidas de seguridad para evitarlas», como la identificación en tiempo verdadero mediante un selfi del ‘rider’. Respecto a las cifras de la plantilla: «No compartimos estos números públicamente». Glovo, que asimismo aplica «procesos de demostración facial», siquiera ha aportado datos.

«La opacidad de estas empresas es muy elevada», critica por teléfono un portavoz de Riders x Derechos, Daniel Gutiérrez, barcelonés de 32 abriles y ex simulado autónomo de Glovo y Deliveroo. El mercado triste de cuentas «no es una cosa que las plataformas desconozcan», sostiene, «sino que encima les va adecuadamente, porque es muchedumbre muy precaria, sin una situación regular, y saben que trabajarán a cualquier precio, a cualquier hora, llueva, cocaína, haga frío o calor». Gutiérrez asevera que un «parada porcentaje» de los repartidores que vemos por la calle son falsos autónomos o irregulares.

A cualquier precio

Gustavo no tiene velocípedo, pero entrega sus pedidos con puntualidad. Utiliza Bicimad, el servicio municipal de arrendamiento de bicis eléctricas, o el Medida, o se mueve a pie por el centro de Madrid. «O en avión si hace errata», bromea. Es eufórico: «Soy cristiano y creo que Todopoderoso tiene un propósito veterano para mí, creo firmemente en eso». Hasta que llegue, será uno más en las colas a las puertas de la iglesia. Esas escenas se replican en Barcelona, afirma Gutiérrez: «Es poco que no distingue de cosmografía. Oportuno a la precariedad a las que nos someten estas empresas consiguen que, aun teniendo un trabajo, no garantiza unas condiciones de vida dignas. Es el engendro del trabajador escueto. Tener un trabajo ya no es un seguro de vida». Y el caso de Osman y Gustavo, añade, es «la precariedad de la precariedad».

Aún no ha atardecido cuando Gustavo sale de la iglesia, con el casco, la mochila amarilla y la tripa llena luego de una ración de garbanzos y guisantes con trozos de anca, y reflexiona: «Cada vez pienso más que el mundo está diseñado para las personas ricas, europeas y americanas… No para personas de América del Sur, América Central, África y los países pobres. Para nosotros la vida es difícil».

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