El vértigo y la caída


Todos hemos soñado que nos caemos, por ejemplo, desde lo suspensión de un edificio. Para quien se está precipitando al vano no existe la porte del edificio de enfrente ni las escenas que se desarrollan detrás de las ventanas de los pisos que va dejando antes en su caída libertado. Esta pesadilla universal podría aplicarse a toda una época, la nuestra, con la diferencia de que nosotros sí vemos lo que está sucediendo tras las grandes superficies acristaladas de nuestro tiempo. ¿Y qué vemos los habitantes de este minúsculo planeta «que da vueltas a una hado poco importante de poca monta en el botellín pino irrelevante del universo»? Qué vemos, o qué no vemos, pues la miopía de estas enloquecidas «hormigas narcisistas» (así define Salman Rushdie a los ejemplares de la especie humana que viven como si su minúsculo hormiguero fuese el centro de todo) es tan notoria que está fuera de discusión.

Vivimos, aunque no nos atrevamos a admitirlo, con un sentimiento de desvanecimiento y de inminente caída en la boca del estómago. Ni los ansiolíticos ni los antidepresivos pueden hacernos olvidar la partida de suelo firme. Comenzamos a perder el pie en este mundo sin referentes en el que las fake news, pero todavía ese relativismo idiota que hace equiparables todas las opiniones o todos los «relatos», han convertido el concepto de verdad en una anacronismo. Y no hablemos de los estropicios semánticos que se hacen ahora con las palabras (las palabras de artículos son sólo un ejemplo de ello). Por otra parte, ¿cómo no percibir vértigos, opresiones en la inicio, mareos, convulsiones y dificultades para movernos y respirar, cuando nos hemos habituado a transitar por las autopistas de la información hasta convertir la ancha tierra que expedición y que antaño sostenía nuestra trayecto en una pantalla? Se diría que hasta las cosas mismas han perdido su consistencia y están a punto de hacerse intangibles. A este paso, las hormigas bípedas conseguirán gracias a internet aquello con lo que la transformación ha dotado a las hormigas comunes: una mente colectiva. Pero aunque los algoritmos y la telerrealidad amenacen con hacernos cada vez más ingrávidos y fantasmales, la desliz de suelo nos sigue angustiando (a posteriori de todo, por muy narcisistas que seamos necesitamos conducirse apegados a un hormiguero).

Hubo un tiempo en el que el pasado, la tradición, nos permitía un cierto fondeo en el mundo. Pero hoy la historia ya no nos enseña carencia, pues se ha generalizado la impresión de que el pasado ya no existe o de que se han contraído hasta convertirse en un sólo punto, el de la contemporaneidad. Y el futuro siquiera es lo que era. El color que la posmodernidad tiene para el porvenir es el del duelo: hoy se acento de la homicidio de Todopoderoso, de la homicidio de Marx, de la homicidio del Mediterráneo, e incluso algún filósofo clarividente ha certificado la homicidio de la historia. El cambio climático y la todavía incipiente inteligencia fabricado no ayudan mucho a encargar en el mañana. De modo que sólo existe una salida: huir cerca de delante, no cerca de el futuro incierto, sino cerca de los últimos rincones de esta superficie plana en la que hemos convertido el presente, un presente sin presencia ni profundidad. Hemos pasado de estar condenados a ser libres (la sencillez como una fuerza en el mundo que servía para construir el porvenir), a estar condenados a ser superficiales. Lo dice Peter Sloterdijk con su perspicacia acostumbrada: ahora no tenemos más remedio que ser frívolos, y donde antaño se hablaba de la nietzscheana voluntad de poder, ahora se acento de «voluntad de diversión». Hemos llegado a ser más estéticos que nunca, es afirmar, más adictos a las sensaciones y a los entretenimientos varios. Pero ello no nos libra del desvanecimiento, claro que no: «nos desliz el suelo firme porque tenemos que nominar entre cuarenta tipos diferentes de salsa». Aún rememoración una película que planteaba una situación comparable, En tierra hostil (2008). En Irak, un pirotécnico norteamericano se juega la vida todos los días, porque ésta depende de retener nominar el cable correcto de un explosivo que tiene que desactivar. (Como curiosidad reveladora de hasta dónde puede obtener la infamia de las hormigas bípedas narcisistas, estos explosivos se colocaban a veces en el interior del cuerpo de los heridos.) Cuando se inmoralidad y se ve de paisano en presencia de los expositores de un hipermercado, donde la gran audacia consiste en nominar entre treinta marcas diferentes de cereales, el doble acaba reenganchándose para retornar a Bagdad.


Goya, Pesadilla (D 19). Musée des Beaux-Arts, Marsella

Como consumidores compulsivos sabemos que «el mundo es un menú» y no tenemos más remedio que llenarnos el plato mientras devoramos el planeta y, de paso, nos devoramos a nosotros mismos. No es extraña la proliferación de programas tipo Master Chef en todas las televisiones del mundo (en una época de comida precocinada en la que, por cierto, cada vez se cocina menos). Cada uno de nosotros aspira a su propio «diseño opcional y frívolo» a partir de «decisiones basadas en actitudes cercanas a la indiferencia», es afirmar, a partir de caprichos y preferencias menudas, lo que llamaría Sloterdijk una cosmetización de la existencia. Despende de la franja de etapa y del poder adquisitivo, lógicamente, pero las grandes preguntas de la vida son del tipo: dónde me pongo el piercing o me hago el tatuaje, a qué festival voy, cuál es la mascota ideal, qué marca o maniquí de móvil o de coche me compro, me voy con Marcos o con Raúl, dónde me hago el relleno facial, sigo esta serie o aquella otra de Neftlix, pasamos unos días en Roma o en Berlín, etcétera, etcétera. Las razones son tan superficiales y débiles como las relaciones humanas: de usar y tirar.

No es necesario que bombardeen tu casa en Járkov o en Rafah (otra de las características específicas de las hormigas bípedas es su afán por masacrarse unas a otras, y la indiferencia que sienten en presencia de el sufrimiento extraño). Por muy analgesizadas que estén las sociedades opulentas de Poniente, por mucho que se encuentren distraídas en esa inconsciente normalidad asociada generalmente a un mediano bienestar, no son inmunes al desvanecimiento que les produce esta desliz de solidez en las cosas, esta pérdida de firmeza del suelo. El creciente número de suicidios y el aumento exponencial en el uso de psicofármacos acento con elocuencia del delirante estilo de vida. No, no nos satisface lo que tenemos en el plato, ¡pero queremos otra ración!

SOBRE EL AUTOR
Luis Peñalver alhambra

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid

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