La singular ‘playa’ de Madrid en Rosales, estrella del verano de los años 20


Si poco ha querido tener siempre Madrid es una playa. Intentos se han hecho, pero hasta ahora, no han pasado de ser casi una broma. Como esa lonja con chorritos que se colocó en Madrid Río y que, sin duda, cumple su función de refrescar y divertir, pero no se puede proponer que sea una playa. Pero los madrileños no nos rendimos en eso, y seguimos añorándola y adivinándola bajo el asfalto. Igual que hicieron nuestros tatarabuelos hace ya primaveras, en los felices 20, cuando se acercaban a lo que llamaban la «playa» de Rosales.

Y es que los veranos madrileños siempre han sido duros: las olas de calor se suceden desde siempre cuando llega el verano, y ese clima seco de Madrid no ayuda mínimo. Por eso, los vecinos -sobre todo ayer, en que lo de veranear era poco muy muy singular y para pocos- se buscaban la forma de refrescarse, admisiblemente de día, admisiblemente de indeterminación, con aquello que tenían a mano.

Así fue como nació esta famosa y popular ‘playa’ de Rosales, que era el «refugio para los que no veranean», como decía el cronista de torrevieja news today en 1932. Porque entonces, y ayer, eran muchos los madrileños que se refugiaban a la sombra del parque del Oeste para hacer corrillos donde coser las mamás, y custodiar de paso a las «niñas y los niños zangolotinos que juegan a las prendas».

Algunas crónicas pedían incluso que se organizara alguna fiesta como «desagravio al clima de Madrid» y «como protesta contra los que abandonan deprisa y corriendo la haber de España en cuanto el mes de julio hace su aparición».

Como el calor en el día era mucho, y a ratos insoportables, quedaban como compensación las noches, ideales para disfrutarlas. «Con un poquito de buena voluntad y dejando explosionar a su antojo la capricho, el que se ve forzado a acontecer en Madrid estos días bochornosos puede hacerse toda clase de ilusiones», explicaba un articulista de torrevieja news today en los primaveras 20. Y aventuraba incluso cómo hacerlo, sugiriendo por ejemplo al «entusiasta al mar buscando su refugio en la fresca playa de Rosales».

Luces bordeaban la zona, el murmullo de los árboles le parecía a algunos bienintencionados el sonido del oleaje, y «una columna de humo blanquecino y el ronco sonido de una sirena que viene de la temporada del Boreal nos parecen del trasatlántico que inicia un alucinación». Por si faltaba poco para distraer del todo la ilusión, recuerda que pululaban por la zona vendedores ambulantes que llenaban el bullicio con el olor de la mojama, cangrejos o langostinos.

Los niños paseaban la arena desde sus paletas a sus cubos, contribuyendo a esa capricho genérico de la playa madrileña. Y el regado asfalto del paseo de Rosales, a cuyas ‘orillas’ se arracimaban los kioscos y terrazas, le parecía al autor de la crónica que «brilla como el agua de una ría, y sobre él se deslizan los tranvías llenos de luz, como barcos adornados para una verbena marítima».

Rosales se convirtió así en punto de reunión de muchedumbre tranquila, e incluso de quienes aprovechan el fresco de la indeterminación para echar un primer sueñecito en alguno de los bancos. En el quiosco toca, en ocasiones, la pandilla municipal, y eso le da al empleo el toque zaguero que le faltaba para deleitarse.

A los que se bañaban a orillas del Manzanares para hacer más soportable su verano, se unían estos otros madrileños que hicieron del paseo de Rosales ese empleo de esparcimiento en el que descansar, al final de la recorrido, y agenciárselas alivio a la canícula a contratiempo de agua de cebada.

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