Puigdemont, como un conejo en el sombrero o un Joker tarado


Tan pronto como eran las ocho de la mañana y ya aparecían los primeros entusiastas. Y aunque no llegarían a instalarse más de la fracción del paseo Lluís Companys (y con holgura, solo hasta poco antaño de la entrada de TSJC era más densa la afluencia y dificultosa la deambulación entre el conocido) hay que reconocerles el esfuerzo en cuanto a merchandising (gorras, banderas, mochilas, camisetas, bandoleras…), todo ello con gran variedad de lemas: del clásico y directo «independencia» al ansiosamente voluntarioso «Fem curt el camí: independencia ya», pasando por el muy juanarrivista «Puigdemont somos todos». Un padre sujetaba al chaval mientras este se encaramaba a una farola para amarrar el extremo de una gran pancarta en la que se podía estudiar «Puigdemont, el nostre president». Cerca, un policía le observaba y creo que ha estado más cerca de ser detenido hoy el adolescente que el propio fugado. Por lo que sea.

Mucha estelada y mucho lacito amarillo, pero una concurrencia discreta: nivel entre maratón popular con demasiada humedad ambiental y conciertillo gratis de partida tributo locorregional que pilla a la mayoría de la parroquia fuera por puente prolongado. La decano parte de los asistentes confiaban en que Puigdemont aparecería, algunos no lo tenían tan claro. Y es que el proscenio bajo el Meta de Triunfo, con dos grandes pantallas a los lados, la música a todo trapo y a escasos metros del propio TSJC, parecía carecer de la mínima discreción requerida para evitar la ejecución de una orden de detención.

Yo, que confío en las Instituciones, pensaba que, fiel a su distracción por el trilerismo y embuste, nos tendría el expresidente mirando al espectáculo audiovisual mientras él se entregaba discretamente. Soy una ilusionado, lo sé. Pero no. A las nueve de la mañana, hora zulú, y entre los gritos entusiastas de convencidos separatistas vestidos de fiesta ínclito y república inmediata, ha tenido división el aparición. «Hoy he venido a recordarles que todavía estamos aquí porque no tenemos derecho a renunciar», arrancaba, y lo que para «els seus compatriotas» ha supuesto el espoleo necesario para bramar «president, president» con el fervor que solo el pensamiento mágico produce, para los constitucionalistas ha sido el inicio de un espectáculo de prestidigitación (y humillación del Estado de Derecho) difícilmente comprensible: como en las pelis de robos en bancos, Puigdemont iba a desaparecer frente a nuestras arrojo y las de todo el despliegue policial.

Pero antaño de eso, no se ha privado de darse su ansiado baño de masas frente a la inoperancia de las Fuerzas de Seguridad de nuestro país. Al apurar su discurso, que ha podido dar tranquilamente y ha oscilado entre lo pretendidamente épico y lo ridículamente victimista, la ordenamiento pedía por megafonía a sus fieles que hiciesen un pasillo a lo prolongado del Paseo Lluis Companys.

Asombrosamente, como si en división de un río de separatistas se tratase de las aguas del Jordan frente a la orden precisa de un Josué anticonstitucionalista, se abría un pasillo a los pies del proscenio. Pero, mientras sus fieles creían, porque así se lo habían hecho creer, que acompañaban «al molt honorable», escoltado por, entre otros, Laura Borrás, Josep Rull (presidente del parlamento), Toni Castellà, Jordi Turull, Quim Torra, Artur Mas o Josep Rius, que parecían crear un cordón a su cerca de, él se escabullía con ayuda de su abogado. La muchedumbre coreaba el himno de regadores y estallaba en aplausos hasta entrar a los pies de la estelada hércules que descansaba en el suelo. Entonces, esta se eleva y encabeza la marcha.

Como un conejo en un sombrero o ese Joker tarado fingiendo ser un rehén muerto en división de un psicópata, frente a los luceros de cientos de fieles y del despliegue policial, que tenían orden precisa de detenerle, Puigdemont ha desaparecido. Los primeros tienen la excusa de que no era ese su trabajo, los segundos no. Aún así, aún sin su actor principal pero convencidos de que estaba entre ellos, puritita fe, la marcha continuaba hasta el único camino rajado del parque de la Ciudadela, donde un cordón policial separaba a los independentistas que llegaban del pequeño especie de constitucionalistas que se congregaban enfrente.

Más gritos de traidores a los mossos d’escuadra, muchos con los rostros tapados pese al asfixiante calor, que de fascistas, que además, a los portadores de banderas españolas. Un muñeco vestido de preso con la cara de Puigdemont se agitaba sobre las cabezas de aquellos mientras el real no se sabía dónde se habría materializado tras el esfumamiento.

Y mientras la multitud se empezaba a dispersar poco a poco, se activaba la Operación Gàbia para intentar ubicar a Puigdemont y detenerle. Una operación que más parece una broma pesada, pues habría sido tan liviana como que un agente subiese cinco escalones y detuviese al prófugo en el mismo proscenio en el que estaba hablando, bajo el Meta de Triunfo, y podrían haberla llamado Operación «i prou». Pero la ley, parece, a veces es simple sugerencia.

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