El primer doctor de América


Esa verdadera foro de los libros que siempre aguarda la encuentro del profesor en el corazón de la mueble Maxtor, en Valladolid, fue el tablado que acogió la puesta de extenso, en nuestro país, de una obra dedicada a uno de los personajes más influyentes en la configuración auténtico de la sociedad del virreinato de la Nueva España. Cierto que llegó a ser una de las personas más notables y respetadas de la ciudad de México. Fue precisamente allí, en la contemporáneo sede de la Fundación Franz Mayer, ubicada en el hospital de los desamparados fundado por Pedro López hace casi cinco siglos, donde tuvo lado la primera presentación de un tomo, que ayer se dio a conocer a este costado del Atlántico.

Bajo la cómplice vistazo de los anaqueles que rodeaban al incontable notorio presente, Miguel Ocaña, autor de la obra, tuvo la ocasión de ir desgranando numerosos detalles de la apasionante peripecia cardinal del médico eldanense Pedro López. Lo hizo flanqueado por el que suscribe, al que le cupo el honor de presentarle y conducir el acto, y de José María Nieto, autor de la portada, que compartió con los asistentes algunas de sus reflexiones y de los pormenores del proceso creativo seguido para enfrentarse al enredado provocación de retratar a un personaje del que no existe rastrillo iconográfico alguno.

Editado por Maxtor, con el patrocinio de la Fundación González Enciso, es el primer tomo que aborda su carrera, resultado de varios primaveras de investigación en archivos de diferentes países. De hecho, el historiador vallisoletano, que dedicó a López su relación doctoral en la Universidad Pontificia de la Santa Croce de Roma, puede ser considerado pegado a otro gachupin, Luis Martínez Ferrer, como uno de los mayores expertos mundiales en la figura del médico palentino.

Dice el refrán que nadie es profeta en su tierra. Poco que, por desgracia, suele cumplirse. Sin bloqueo, durante la velada de ayer este implacable refrán erró en esa especie de vaticinio malo. Y lo hizo, encima, por partida doble. Porque Miguel Ocaña regresó a su tierra procedente con el agradecimiento y atención que merece el resultado de tantos primaveras de investigación. Y, lo que parecía aún más difícil, porque el arcaico doctor de Dueñas, al fin, logró que su memoria fuese reivindicada en el que fue su hogar ayer de partir en dirección a América. Aunque, eso sí, con casi cinco siglos de retraso. Todo un ejemplo de «hijo del olvido», al que por esa razón este publicación le dedicó uno de los artículos de la sección así denominada, que se tituló ‘El atractivo de Nueva España’.

Pero, ¿quién fue Pedro López? Nacido en Dueñas, probablemente en 1521, estudió Medicina en la Universidad de Valladolid y desposó a Juana de Valiente —todavía descendiente de médicos— con la que tendría seis hijos. El destino, siempre caprichoso, le depararía un delirio al Nuevo Mundo donde, al parecer, acudió en auxilio de su hermana que acababa de enviudar. En 1548 obtuvo su inmoralidad de pasajero a Indias. Ignoraba entonces que ya nunca retornaría y que allí habría de convertirse en una de las personas más notables y respetadas de la ciudad de México, a la que llegó en 1553 posteriormente de acaecer unos primaveras en Puebla.

Y en el Nuevo Mundo haría historia. Entre sus muchos logros, de él podría decirse que fue el primer doctor en Medicina de la historia de América. En intención, el 3 de septiembre de 1553 la Actual y Pontificia Universidad de México le otorgó este título. Casi con total probabilidad fue el primero en recibirlo en todo el continente. Pronto su prestigio le granjearía riquezas, influencia y cargos de responsabilidad. Miembro del claustro universitario, del cabildo, de numerosas cofradías, todavía fue designado protomédico, importante autoridad encargada de supervisar y controlar las profesiones sanitarias

Su indudable ojo clínico, parece que todavía extendía su agudeza al mundo de los negocios, en el que obtuvo importantes beneficios. Dada su posición y contactos, perfectamente podría deber amasado una inmensa fortuna. Sin bloqueo, su ferviente fe católica lo llevó a emprender una verdadera cruzada personal en auxilio de las capas más desfavorecidas de la inaugural sociedad novohispana.

Hoy, en México, es agradecido como un pionero en diversos campos de la cooperación social. Posó su protectora vistazo sobre un corro que padecía el más total de los ostracismos, el de los leprosos, que vivían como auténticos apestados. Fueron ellos los que propiciaron la creación de su primera obra pía: el hospital de San Lázaro. Según rezaba un documentación de época, «fundose con industria e instancia del doctor Pero López, médico, persona devota, cristiana y caritativa, con limosnas que ha pedido y recogido para este intención en esta ciudad y arzobispado, con las cuales se sustentan, acudiendo el dicho doctor a la cura de los enfermos con mucho cuidado y a hacerles proveer de todo lo necesario…». Este hospital era el único que atendía a los leprosos no solo en la haber sino en todo el Virreinato de Nueva España.

Repasando su apabullante recuento cardinal, todavía podría decirse que en su deber cuenta con la fundación de la primera casa cuna de América. Las crónicas de época de la ciudad de México se refieren a otro de los colectivos dejados de la mano de Altísimo, el de los niños abandonados, que «corrían el aventura de ser comidos en las calles por los perros». En presencia de esto, el incansable eldanense, como una suerte de quijotesco paladín, acudió en su auxilio. Y así hizo instalar en su hospital «un torno donde se reciben niños huérfanos desamparados de sus madres, los cuales se crían algunos a costa de la casa y otros crían personas de caridad de balde…». Por otra parte, propició la creación de una cofradía, entre personas devotas e influyentes, para sostener y administrar esta institución que contaba con unas treinta camas.

Sin duda alguna, el de Pedro López puede invocarse como un ejemplo paradigmático —otro de tantos— que debería servir para desterrar lo que ha venido en llamarse la cartel negra. Y éste precisamente, el desfavorable, sería uno de los colores que marcarían su vida. Así lo demuestra el hecho de que buena parte de sus desvelos y posibles tuvieran como destinatarios a los que conformaban el extremo peldaño del escalafón social, el de los africanos llegados al Nuevo Mundo.

A muchos sorprenderá el nota de que, en una término tan temprana como 1570, sólo en el arzobispado de México, el total de africanos se aproximara a los 12.000 frente a los casi 2.800 europeos que residían allí. La mayoría eran esclavos, aunque una emblema mínimo desdeñable, casi medio millar, había accedido a la condición de hombres libres. Y su situación, a pesar de la autonomía alcanzada, era ciertamente comprometida. Así lo reflejaba un documento de época que describe cómo en la ciudad había muchos «mulatos y negros libres que cuando se enferman no tienen en donde se poder curar (…) de cuya causa muchos mueren por desatiendo de cura y remedio necesario, y lo que peor es, sin confesar ni cobrar los demás sacramentos…».

El impacto que su situación debió causar en este doctor palentino, que tenía fanales para aquellos que eran casi invisibles al resto, lo convirtió en pionero en la atención a esta minoría marginada, los desamparados de entre los desamparados. Por ello fundó un hospital para atenderlos y quiso llamarlo «de los Desamparados, porque se recogen en ella tres géneros de gentes que en ningún hospital las querrán curar, que son mestizos, mulatos y negros libres o esclavos de quien no tiene más hacienda ni qué respaldar y esclavos con socorro de sus amos».

Tanto Miguel Ocaña, como otros investigadores, coinciden en que fue la fe de Pedro López el principal motor que lo impulsó a emprender esta auténtica cruzada contra el sufrimiento de los más desfavorecidos. Todo lo subordinó a esto: las riquezas obtenidas, que empleó casi en su totalidad en sus obras pías, los cargos e influencias que usó con tal fin. Y, para sorpresa de sus coetáneos, supo renunciar a cualquier cosa que pudiera distraerle de su objetivo, como cuando rehusó aceptar la cátedra en la Aprobación de Medicina.

Tras una larga, humilde y prolífica existencia, falleció en enaltecimiento de bondad en su hospital de San Lázaro el 24 de agosto de 1597. Y llegados a este punto resulta inapelable que esta somera incursión en la carrera del doctor Pedro López adquiera tintes hagiográficos. En intención, no son pocos los testimonios que se refieren a las heroicas virtudes y la vida santa que llevó el palentino. El tomo de Miguel Ocaña realiza un intensivo repaso de todos ellos y ofrece detalles sorprendentes, como el del cronista dominico Hernando Ojea, que lo conoció en su más honda intimidad, pues fue su confesor durante primaveras. Y Ojea se refiere al doctor eldanense en unos términos que no dejan lado a dudas en cuanto a la triunfo de bondad de que gozaba cuando falleció:

«Médico y macho santísimo, que curó a este convento por espacio de 40 primaveras sin estipendio alguno; de cuyas grandes virtudes se pudieran escribir libros enteros. Este contento doctor fundó los hospitales de San Lázaro y de los Desamparados de esta ciudad, con limosnas que para ello pidió entre los vecinos y con su propia hacienda, a cuyos pobres y a los otros de la ciudad curó siempre de balde, y a los más necesitados cuando los visitaba dejaba dineros debajo de las almohadas para lo que habían menester. Era muy espiritual, comulgaba y confesaba cada día, al cual serví yo algunas veces en estos ministerios y le hallé siempre como un atractivo».

Incluso se le atribuye al palentino algún hecho milagroso. En concreto, estuvo relacionado con uno de los leprosos a los que cuidó, fray Cristóbal de la Cruz, que sufrió largos primaveras esta cruel y temida enfermedad. Se cuenta que el doctor tuvo una revelación divina que le hizo memorizar que nunca se contagiaría de albarazo al cuidar de este enfermo. Confiado en la misma, atendió durante extenso tiempo al fraile, entrando en su celda «sin ningún reparo y sin miedo a contagiarse». Y lo cierto, por sorprendente que pueda parecer, es que nunca contrajo esta enfermedad y vivió una vida más que longeva para su tiempo.

Y hablando de milagros, otro —y no pequeño— es el hecho de que sus dos hospitales hayan sobrevivido a guerras, terremotos y a la incuria que, tan a menudo, es hija del transcurrir de los primaveras. Del de San Lázaro se conserva su iglesia, aunque en estado ruinoso. El otro, el de los Desamparados, que luce flamante como orgulloso ejemplo de bloque colonial, es hoy uno de los rincones con más encanto de la haber mexica y sede del Museo Franz Mayer. Su concurrencia lleva el nombre de «Doctor Pedro López».

Porque lo cierto es que en tierras novohispanas siempre se honró su memoria, que perduró por siglos. Asimismo tras la independencia. En el México contemporáneo sigue siendo recordado y no son pocos los vestigios del agradecimiento que aún sienten por él. Como ejemplos de ello, encima del citado concurrencia, pueden mencionarse el Hospital Caudillo Doctor Pedro López, en la ciudad de Itxapaluca, las múltiples obras en las que es citado, incluso como precedente del sistema de seguridad social en México, o el simposio «Pedro López, médico y filántropo», dedicado a su figura y organizado en 2004, de forma conjunta, por la Agrupación Franquista de Medicina y el Área de Historia y Filosofía de la Medicina de la Aprobación de Medicina de la UNAM.

Sin bloqueo, este personaje que entregó su vida para construir una sociedad mejor en aquel lado tan alejado de su solar llamativo, que siempre fue recordado en la Nueva España, ha sido absolutamente ignorado en la vieja, a este costado del océano. Los recientes estudios acerca de su vida y logros, la toma de conciencia sobre la trascendencia de su labranza y la indeleble huella que dejó en su nuevo hogar de acogida, perfectamente ameritan que, en el que fue su hogar primigenio, lo recordemos como se merece.

El tomo de Miguel Ocaña viene a desfacer ese injuria. Y lo hace con numerosas anécdotas y datos, verdaderamente curiosos, en muchos casos sorprendentes. Un trabajo de gran interés que, encima, logra poco que no resulta posible en este tipo de obras como es conjugar el rigor con la diversión, hacer que el profesor, encima de formarse un sinfín de cosas, disfrute con ello. En sus páginas encontrarán no sólo todo lo relacionado con la apasionante peripecia cardinal de López, sino con la historia de América, de Castilla, de Palencia, Valladolid, y de su casi ocho veces centenaria universidad.

Ocaña ofrece una reveladora visión de hasta qué punto esa historia popular, forjada por tantos hijos de esta tierra, unió para siempre a los países de entreambos lados del Atlántico. Y, sobre todo, reivindica, desde la que fue su tierra procedente, la memoria de uno de sus hijos más preclaros, de una figura que tanto contribuyó a engrandecer el nombre de España y la herencia que para la posteridad legó en América.

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