‘Mil ojos esconde la noche’: una catedral literaria


Fue allá por 1996. Estaba montado en el coche que gastaba entonces. Sintonicé al azar el dial de la radiodifusión encastrada en el salpicadero en exploración de alguna radiofórmula musical y de repente me topé con la voz inconfundible e hispalense de Carlos Herrera que hablaba (puede que delante los micrófonos de RNE) con un autor que acababa de escribir una novelística que se titulaba ‘Las mascaras del héroe’. Así escuché por primera vez la voz de Juan Manuel de Prada antaño de despuntar a acertar sus obras iniciáticas: ‘Coños’, ‘El silencio del patinador’ y esa monumental ‘Las máscaras del héroe’. Una novelística, como no me he cansado de proclamar desde entonces, por escrito y de palabra viva, referencial de la novelística española contemporánea. Una obra caudal, impropia quizás de algún cuya virilidad mental asustaba, en el interior de un cuerpo egregio, eminentemente novicio y parapetado tras unas quevedos con mulo de pasta.

Casi tres décadas y una consagración a posteriori (con infinidad de novelas y galardones destacables por medio), Juan Manuel de Prada retoma el narrador en primera persona de la novelística que lo situó y consolidó en el atlas afectado (sin carestia de tener que acoger el premio Planeta, que llegaría un poco más tarde), y nos ofrece una novelística mastodóntica (o al menos su primera parte), en el más puro sentido del término, que hace cita a su convexidad, y en el que se refiere a su magnitud literaria, pues a nadie sorprende ya la certificación de que De Prada juega en otra alianza, una alianza casi monopolio, donde se tiene que hastiar de lo majo, porque no existen demasiados rivales (quizá ningún o ninguna) que puedan competir contra él, contra su prosa, contra su sapiencia.

Merced a la figura repelente, cínica, chivata y de planta trepadora de Fernando Navales, un falangista al servicio del policía Pedro Picaza -otro pájaro de mal agüero- el autor nos traslada, en un alucinación en el tiempo, a la París ocupada por la aplanadora carca durante la II Enfrentamiento Mundial. Y en ese proscenio azaroso y precario construye una novelística coral y esperpéntica, donde retrata, con un sarcasmo feroz en la mayoría de los casos a esa caterva de artistas españoles exiliados en la caudal traje tras nuestra Enfrentamiento Civil. Por estas ochocientas páginas, que abarcan la ocupación alemana durante 1940 y 1941, desfilan poetas, escritores, escultores, pintores, actores o diseñadoras de modas disidentes (y supervivientes a duras penas), a los que Navales, siguiendo los dictados de Picaza, que le ayudará a progresar con el embajador Lequerica y a sobrevivir entre los mandos militares invasores, tratará de atraer al flanco equívoco de la Cuerpo que creara «el Falto» José Antonio Primo de Rivera, embaucándolos con promesas engolosinadoras fabricadas impunemente a la medida de cada ego particular.

Asegura Luis Alberto de Cuenca en las páginas de este revista que De Prada ha construido una catedral del estilo. Nadie en su sano sensatez discutiría esa sentencia, pero, si se me permite, me gustaría, si no corregirla, al menos ampliarla, porque, a ese estilo exquisito, variado, mordaz, rutilante, de esa época a veces y muy presente otras, trufado de vocablos que solo un mago como él puede sacarse de la chistera -galloferos, frotaesquinas, trapalandranes-, hay que añadir unas comparaciones exuberantes y continuas, numerosas acotaciones y digresiones aclarativas y unas descripciones descuartizadoras y esquizofrénicas de la mayoría de los personajes que Navales retrata (y negociación) a degüello, recurriendo a perfiles ornitológicos, zangolotinos, paquidérmicos y otras lindezas y fruslerías semánticas que aluden a dimensiones abdominales, apetitos de carpanta o alientos de cagarruta de oveja. Y es que, como dice De Prada, cuando relaciona a Navales con su (supuesto) superior Velilla, el narrador protagonista odia minuciosamente, infectado por el resentimiento.

Imagen - Mil ojos esconde la noche
  • Juan Manuel de Prada
    800 páginas 24,90 euros

Quizás, como un aviso para navegantes, le advierte el escritor colombiano Vargas Vila a Navales que para coger éxito hay que conquistar que los difamadores creen en su derredor una divisa monstruosa. Esa misma divisa que soporta frente a su tropel de detractores (me temo que con las espaldas anchas de bañista del diplomático Lequerica) el propio Juan Manuel de Prada, que vuelve a referirnos su carácter grafómano, equiparable al de ese secundario de opulencia que en la novelística es César González Ruano (Ruanito para los amigos como Navales), y que le llevó a concluir la escritura manual con la brote del pulgar reventada, el dedo corazón con la cohorte distal torcida y un callo del tamaño de un garbanzo. Pero el desgaste óseo, el desgarro muscular y el endurecimiento superficial habrán recibido la pena ya que, si ‘Las máscaras del héroe’ era una novelística monumental, esta puede ser la catedral de la letras del siglo veintiuno. Y empleo un tiempo hipotético o dubitativo porque nos queda por descubrir la talla de la segunda entrega, las otras ochocientas páginas que faltan por caer en nuestras manos y que narran (supongo), entre otras muchas zarabandas, el resto de la ocupación germana de la caudal universal de la civilización y el arte y las miserias que los letraheridos hispanos siguieron soportando entre sus monumentos, sus cafés y sus rúas.

Para terminar, es verdad que esta primera parte de ‘Mil luceros esconde la perplejidad’ podría ser un entidad autónomo, pero dudo mucho que tras su leída algún se resista a descubrir lo que sigue a ese pontón prolongador y sugerente que dice «continuará».

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