Toledo, fin de siglo: visiones contrapuestas (2)


Como señaló en su día Félix Urabayén algunos han visto Toledo en relación con su gente y despreciado el paisaje; otros han atendido el paisaje olvidándose de la población; y hay quienes lo encierran en una personal mezcla de realidad, historia y leyenda. Cada individuo, habitante o espectador, necesariamente diferente, privilegia o transmite la imagen que mejor corresponde a su época, a su personalidad y a sus intereses.

La visión popular

La visión que tenía la mayoría de la población empobrecida y marginada se esconde detrás del silencio. Era, como escribió Miguel de Unamuno en 1905, “un pueblo silencioso”. Presumiblemente, para quienes carecían de recursos y vivían pobremente en una ciudad que les resultaba inhóspita, la belleza que otros podían recorrer y contemplar entre sus muros no tenía ningún interés. Fue la perspectiva del barbero la que escandalizó Maurice Barrès, en uno de sus viajes, afirmando que Toledo, sacando “algunas antigüedades”, valía poco. La voz de la clase trabajadora iba a ganar espacio, sin embargo, en la prensa capitalina a partir de la última década del siglo XIX. Algunos años después, en los primeros años del siglo XX, periódicos progresistas y republicanos como La Idea, Tribuna Pública y Justicia Abrirán páginas de información de los trabajadores, como lo harán otros más adelante. Incluso surgirá una prensa obrera, con titulares como el Boletín de la Sociedad de Masones La Progresiva (1903-1904) y la humanidad (1907-1908), fruto de las actividades desarrolladas en el Centro de Sociedades de Trabajadores inaugurado en 1903. El Toledo que aparece en esas páginas no tiene nada de artístico ni de monumental. Se trata de una “ciudad vieja” cuya población, presionada por la falta de trabajo, el alto coste de la subsistencia, la pobreza y las viviendas insalubres, exige que se atiendan los acuciantes problemas que aquejan a “las masas proletarias” para evitar que la ciudad se “destruya”. reducido a una colonia de empleados civiles, militares y eclesiásticos”, posibilidad que Tribuna pública en marzo de 1904.

Los pocos ilustrados de la mesocracia urbana, por su parte, expresaron su visión en publicaciones periódicas locales, expresión de las diferentes opciones ideológicas o asociativas, o en folletos y libros de personalidades como el abogado Juan García Criado (un modelo, tal vez , del regalo Suero Guerra de ángeles), el médico Juan Moraleda Esteban, el catedrático y director del Instituto Provincial Teodoro San Román o el rico aristócrata Jerónimo López de Ayala, conde de Cedillo. Cualesquiera que fueran sus ideas, desde las más conservadoras hasta las republicanas, era habitual que se expresaran en idénticos medios. Formaban parte de los mismos espacios de sociabilidad y convivían en aparente armonía. Compartían, como suponía Max Weber, una “comunidad de intercambio” de usos caracterizada por un conjunto de hábitos y costumbres que definían el decoro social. Todos reconocieron el peso social del clero y del ejército, pero casi ninguno se propuso aún esbozar o recuperar identidades imaginarias reivindicadas posteriormente. Se limitaron a hablar de “capital del arte” o de los vestigios de la historia antigua de España detectables entre sus “escombros interesantes” -como dijo Pérez Galdós-.

Intenciones regenerativas

La minoría liberal y progresista veía ante todo una ciudad que necesitaba urgentemente modernización y reforma, como “la España derrotada, desfigurada y falsificada”, en palabras de Francisco Navarro Ledesma, en el que vivieron después del desastre colonial de 1898. Lo consideraron, como el periódico La idea en 1899, “archivo de nuestra historia y museo de nuestras glorias artísticas y monumentales”, pero no “una ciudad vieja y decadente que sólo vive de los recuerdos del pasado”. Había que pensar, más bien, en “el quietismo y la rutina imperantes” debido al despotismo que, en las administraciones locales y provinciales, imponía un constante “traspaso de cargos y prebendas en favor del conservadurismo” ya que, según Francisco Navarro, la “atmósfera de polvo, óxido y vejez” que lo cubría. Se enfrentaron así a la tentación de convertir a Toledo en una mera ciudad museo, olvidándose de las necesidades de sus habitantes. Algunos años más tarde, el director de El Eco Toledo, Virgilio Álvarez, todavía se sentía obligado a reivindicar, en un artículo titulado “La ciudad moderna”, el hecho de que la ciudad “vive en los hombres y no en los personajes históricos”. Denunció indignado el intento de ignorar la evidencia de que “si Toledo tuvo un pasado, hoy también tiene su presente”.

las fuerzas vivas

Por el contrario, la mayoría de los que tenían voz y mantenían una posición cómoda dieron la espalda a la miseria y al servilismo. Concibieron un Toledo fuera del tiempo y actuaron como «Toledonólogos competentes», lo que dijo Navarro Ledesma, dispuesto a divulgar las “verdades insípidas”, a juicio de Pardo Bazán, del más mínimo clavo que consideraban tradicionales. Prefirieron, conscientes de las rentables perspectivas que ofrecía el negocio turístico, ensalzar los encantos del patrimonio monumental legado por la antigüedad, en el que veían encarnada una España supuestamente imperecedera. Año tras año celebraban contemplar una “segunda Roma”, como lo hizo el registrador de la propiedad José María Ovejeroen la presentación de la revista Toledoeditado por él y el pintor Federico Latorre entre abril de 1889 y principios de 1890, o Juan Moraleda en 1900, en el Boletín de la Sociedad Arqueológica de Toledo. Evidentemente el alboroto no era inocente. como el escribio Anacleto herederocapellán de los Reyes Nuevos de la catedral y director literario de la Boletínera necesario recrear “la grandeza pasada” para demostrar que el “espíritu católico” siempre ha dominado en Toledo, “uniendo al clero y al pueblo”, y que sus naturales han continuamente “anhelado postrarse ante Cristo”.

En ocasiones se pronunciaron a favor de introducir en la ciudad los avances de la modernidad, pero siempre y cuando la herencia del pasado permaneciera intacta, como pretendía Jerónimo López de Ayala al imaginar una ciudad futurista fuera de las murallas centenarias mientras restauraba para su padre- cuñado el castillo de Guadamur. Como declaró en 1900 el inspector de educación Rafael Torromé, personificado en el pedagogo de Camino de la perfección Según Pío Baroja, “la vida moderna no puede darnos elementos de existencia si borra de nuestro corazón los sentimientos de nobleza, patriotismo, desinterés y, en fin, las santas virtudes que constituyen el fundamento eterno de la vida moral de las Naciones”. Se trataba de preservar el orden social (como repetía la Iglesia) y desplegar un manto de apariencias para frenar y enterrar el amenazador ascenso de las clases populares.

Fue la actitud que denunció Navarro Ledesmaobligado a ir a Madrid a construir su obra intelectual, sin lugar posible en un mundo más que inerte y provinciano, sometido a los caprichos del favor ajeno por la apatía de sus llamadas “fuerzas vivas”, cuyo empeño en mantener las ruinas , ni siquiera bien conservado, obstruía cualquier posibilidad de generar vida.

SOBRE EL AUTOR
José Luis del Castillo.

Profesor e investigador

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