Vida en Alcorlo, el pueblo que yace bajo el pantano


Agustín Esteban reconoce que él no, pero «algunos vecinos han tenido problemas a la hora de renovar el DNI por un pueblo que ya no existe. El mío caduca el 14 de enero de 2029 y, de momento, pone: ‘Nacido en Alcorlo’». «Lo sorprendente es que incluso muchedumbre de la zona, que va a bañarse al pantano, desconoce que hay un pueblo debajo del agua y que murió por el aceptablemente de la comunidad», añade uno de esos niños del ‘baby esplendor’ cuya comunidad se vio obligada por las circunstancias a coger el saco y cambiar de vida.

Las circunstancias fueron la construcción de una presa, de tantas que se proyectaron durante la dictadura, para la cual Alcorlo era la ubicación ideal: en un valle por el que transcurre el río Bornova, donde comienza la sierra de Guadalajara, cerca de Jadraque y Cogolludo, adaptado en la carretera de Atienza. Resulta que allí donde ahora hay agua y campo llegaron a residir más de 400 vecinos en los primaveras 60.

«Lo más antiguo que reminiscencia es el frío, la cocaína de los inviernos o el primer día de la escuela. Al postrer curso, en 1976, fuimos 26 niños entre todas las edades. Los vecinos se dedicaban a la agricultura de subsistencia; tenían sus cabras, sus huertos en la vega y, básicamente, eran autosuficientes», explica Agustín, que vivió en Alcorlo hasta que cumplió los 14 y ha contado recientemente la historia de su pueblo en un coloquio organizado por el Consistorio de Cogolludo.

Aunque las noticiario originales datan de 1905, no sería hasta 1968-1969 cuando se empezaron a hacer los sondeos para ver cómo estaba el suelo y comprobar si era factible enarbolar la presa. La secreto que aceleró los acontecimientos fue el crecimiento del Corredor del Henares. Había tal demanda de agua para consumo humano que la del pantano de Pálmaces, de 30 hectómetros cúbicos, no bastaba. Y Alcorlo, con una capacidad de 180, solucionaba el problema.

Como era habitual en la época, las autoridades dieron dos opciones a los vecinos: patrimonio o un realojamiento en uno de esos poblados que se crearon al amparo del Instituto Franquista de Colonización. La gran mayoría eligió la pasta y se piró a la ciudad. La comunidad de Agustín cobró 330.000 pesetas por la vivienda y las tierras, por todo lo que tenían, que emplearon en comprar una casa vieja a las extrarradio de Guadalajara. No quedaron muy contentos. «Pasamos varios primaveras un tanto jodidos», resume. Hubo quienes se resistieron y hasta montaron una asociación para que se urbanizara otro Alcorlo al costado del pantano, pero aquello no cuajó pese a que el Defensor del Pueblo les brindó la razón. Triste consuelo.


Alcorlo, adaptado antiguamente de ser inundado


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«El pueblo se vació congruo rápido; en dos o tres primaveras se quedó la muchedumbre que ya no trabajaba o la que tenía rebaño. Unas 50 ó 60 personas», calcula Agustín. Seis meses antiguamente del desalojo, el agua ya llegaba a algunas viviendas. Finalmente, el 28 de enero de 1982, jueves, apareció un autobús de guardias civiles, se supone que para que no hubiera altercados, y las casas se redujeron a escombros. La iglesia, mientras, se desmontó piedra a piedra y se edificó de nuevo en Azuqueca de Henares.

Los últimos de Alcorlo y el cura pidieron a la Confederación Hidrográfica del Tajo que, por cortesía, hicieran una nueva ermita como punto de entrevista y un cementerio para trasladar a los difuntos que en tiempos recientes se venían enterrando en San Andrés del Congosto. Y desde entonces, cada 24 agosto, San Bartolomé, se reúnen en las faldas del pantano desde que amanece hasta que se pone el sol. Celebran una ofrenda y una procesión y todavía preparan una paella. «Gracias a internet, Alcorlo fue reviviendo y el día de la fiesta nos juntamos unas 400 personas, entre amigos y vecinos de pueblos cercanos», asegura Agustín. Como en los primaveras 60.

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