Valladolid ya tiene quien la escriba


Siempre tuve un resistente sentimiento de apego por mi Valladolid oriundo, una gran curiosidad por descubrir sus infinitos secretos. El conocimiento fue transformando ese comprobar en fascinación y acto sexual por una ciudad que la mayoría de sus hijos desconocen, poco que no deja de producirme una estupefacta frustración. Esa pasión me llevó a observar multitud de columnas, artículos y libros relacionados con Valladolid que, casi siempre, me hicieron disfrutar. Pero, he de reconocerlo, el extremo de José Peláez es poco absolutamente diferente a todo lo mencionado. Impactante, asombroso, íntimo, revelador, creativo, audaz, divertido y a la vez profundo, incluso, por momentos, mágico. Y todo bajo el padrinazgo de la vallisoletanísima editorial Difácil, como requería la ocasión.

Sin duda, éste no es un obra cualquiera. Es increíble resumir en una reseña todo lo que atesora. Tal vez el único modo de hacerlo sea apelar -aunque sea con escasa fortuna- a uno de los medios del inimitable estilo de Peláez: su capacidad para desvelar sus pensamientos y sentimientos más profundos. Así pues, me encaminaré sin remedio a los dominios de la confidencia.

Confieso que las páginas de Vallisoletanías me han arrancado sonoras carcajadas. El humor espléndido, inteligente y, por momentos, desternillante es una de las mejores bazas de Peláez para ganarse al leedor.

Confieso que, cual adolescente que audición en rizo esa canción recién descubierta, he docto y releído compulsivamente varios de sus capítulos. Y me temo que lo seguiré haciendo con deleite, como un ritual. Porque éste no es obra de una sola lección, es un amigo para siempre, una prontuario espiritual en toda regla.

Confieso asimismo que, en ocasiones, ha tornado acuosa mi inspección y me ha hecho comprobar un nudo en la cuello. Pero lo más inquietante de todo es que su pluma ha sido capaz de poner sombrío sobre blanco algunos de mis pensamientos más íntimos y personales, que creí únicos. Poco que descubre el insospechado magnitud del vallisoletanismo, de esa hermandad lógico entre los que amamos esta ciudad.

Y confieso, al fin, que navegar por sus páginas ha sido como adentrarme en un pasadizo que me ha conducido -así, de trauma, en pocos segundos- a esa estado perdida que es la infancia y a tantos expresiones de inexperiencia dispendioso tiempo sepultados. Dice Peláez que siempre ha tenido una capacidad prodigiosa para memorizar datos inútiles. ¡Bendita inutilidad!, pues, en verdad, son esas cosas las que en realidad importan, las que impiden que se rompa el cordón umbilical que nos une a lo nuestro y los nuestros.

Me viene a la memoria un célebre pasaje de Bécquer: «Los extravagantes hijos de mi invención duermen por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, esperando en el silencio que el arte los perspectiva de la palabra, para poderse presentar decentes en la panorama del mundo…». Y Peláez obra la embeleso de despertar a los hijos, no de nuestra invención, sino de nuestro olvido. Muchas de estas vallisoletanías, en su brevedad y patente sencillez, desencadenan un efectivo cataclismo interior. Despiertan expresiones, reviven olores, sensaciones e imágenes que yacían aletargadas en lo más profundo de nosotros. Como por embeleso, los resucita, los libera de tal modo que irrumpen con fuerza en nuestro presente y nos reconcilian con nuestro efectivo yo.

Esta obra es pura alquimia que, con una fórmula magnífico y atrevida, ha conseguido depurar una suerte de elixir del vallisoletanismo. En ella de todo hallará: historia, sociología, psicología, restauración, deporte, civilización, costumbrismo, etnología, arte y, sobre todo, acto sexual. Además podrá imaginar al filósofo que, escondido, habita en Peláez. Tal vez sea su declarada disposición eremítica la que le lleve a una fecunda introspección de la que brotan reflexiones que a uno le persiguen mucho tiempo luego de la lección. Peláez es un perspicaz observador cuya inspección logra profundizar, ir más allí que la del resto de los mortales. Y se nota.

Al fin -marca de la casa- nos topamos con otro ingrediente secreto: el Peláez de carne y hueso que se desnuda con una pasmosa honestidad, que se entrega a todo aquel que quiera leerlo. Aquí está su vida, sus pensamientos más hondos e inconfesables. Poco que nos hace sufrir una gran aprecio y cercanía, como si fuese un remoto amigo quien nos hablara. Porque puede que la embeleso de este autor consista en conseguir que, al leerlo, nos estemos viendo a nosotros mismos, a nuestros seres más queridos. Pero, sobre todo -muy en la cadeneta de su pensamiento-, estas páginas compendian lo mucho que nos une. Lo que compartimos por encima de banderas, colores y efímeros muros. Y -lo más importante- es una emplazamiento a recuperar un orgullo inexplicablemente perdido, un orgullo libertador de culpas y complejos absurdos, imprescindible para afrontar nuestro futuro. Sin chovinismo porque, a diferencia de los franceses, a los de Valladolid no nos hace descuido. Un obra que reivindica ese éxito sin precedentes que es la historia de nuestros antepasados y que, como un intimación, nos invita a reflexionar. Porque, como defiende el filósofo Javier Gomá, el pensamiento ayuda a elaborar la ingenuidad, no sólo a conocerla.

Por otra parte de mucha diversión, la lección de estas 55 vallisoletanías hará que la ciudad cobre nueva vida; ya no podrá mirarla con los mismos fanales. Un regalo que los Reyes deberían traer a todo pucelano que se precie. Y, puestos a pedir, como reivindica Peláez, que sus majestades vengan con cientos de placas azules «para que todo el mundo sepa exactamente qué pasó en cada rincón de la ciudad y bese la tierra que pisa».

Leave a Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *