Juan Mata Anaya: Literatura, memoria y ética


Si uno se adentra en el Parque Doméstico de Cabañeros, entre las provincias de Ciudad Actual y Toledo, se encontrará con numerosas señales que indican senderos por los que caminar. No es poco magnífico. Ocurre en la mayoría de los montes de nuestro país. En ese Parque, sin retención, puede uno toparse con señales que indican la Ruta Quercus, la Ruta Enjambre o la Ruta Valhondo, que sin retención no responden a un percance geográfico, a una aldea, a una especie arbórea o a una actividad agrícola. ¿Qué tienen entonces de singulares esas rutas?

De la mano de la editorial Cuarto Centenario, el escritor Rafael Cabanillas Saldaña ha venido publicando desde hace unos primaveras una trilogía literaria titulada En la guión del infinito, conformada por las novelas Quercus, Enjambre y Valhondo. Tal ha sido su éxito, tal el deseo de conocer los lugares naturales en los que transcurren los relatos de la trilogía, que los pequeños ayuntamientos de la zona han decidido aclimatar rutas que conduzcan a lectoras y lectores al corazón de la cosmografía en la que se mueven los personajes de las novelas, parajes que no son simple telón de fondo sino protagonistas igualmente de las palpitantes tramas literarias.

Que una cosmografía vivo se transforme en una cosmografía simbólica gracias a la ficción es siempre admirable. Y que cualquiera, luego de estudiar un ejemplar sienta el impulso de conocer el paisaje descrito en una novelística es más admirable todavía. Indica que la ficción ha perturbado la percepción de los lectores de tal modo que los ha impulsado a instituir los fanales del ejemplar y mirar con destino a exterior, no solo con destino a internamente de ellos mismos, como si el mundo extranjero reclamara todavía la atención, una vistazo inédita y cuidadosa.

Una de las mayores virtudes de la letras es crear mundos con palabras. Mundos imaginarios que por otra parte de verosímiles sean significativos, coherentes y cautivadores, de modo que lectoras y lectores puedan recorrerlos con emoción y todavía como educación. Esos mundos imaginarios, construidos con restos de mundos reales, permiten ver a menudo con más hondura el mundo que habitamos. La ficción actúa en esos casos no como simple representación, sino como desvelamiento. La letras no solo tiene la potestad de hacer, sino de rehacer, de rescatar lo que, en palabras de Claudio Magris, queda «en los márgenes del devenir histórico, dando voz y memoria a lo que ha sido rechazado, reprimido, destruido y borrado por la marcha del progreso».

Ese afán de restauración, de resistor al olvido, quizá sea el longevo mérito de la trilogía de Rafael Cabanillas Saldaña. Sus novelas dan cuenta de mundos que existieron, de condiciones miserables de vida, de incontables abusos, de formas despóticas de ejercitar el poder que no han desaparecido del todo. Pero todavía de coraje y esperanza, de inteligencia y sensibilidad. Y todo ello importa, nos importa, porque aunque no hayamos nacido en los montes ni en los pueblos de esas novelas, aunque nuestros padres o abuelos no hayan sido pastores, corcheros o furtivos, ni siquiera terratenientes, aristócratas o banqueros corruptos, todos, de una forma u otra, procedemos de ahí, de esas formas de explotación y de injusticia, de esas soledades y de esas hambres, de esos miedos, de ese señoritismo que concibe la tierra, y como consecuencia la nación o la pueblo, con un sentimiento de propiedad atávico y hereditaria.

Se ha dicho de las novelas de Rafael Cabanillas que son un retrato de la España vacía. No estoy seguro de que ese sea el concepto que mejor le cuadren. Vacía es un término que induce a confusión. Remite a cajones sin ropa, a calles sin coches, a estanterías sin productos. A cosas. Me gusta platicar más de una España despoblada o abandonada, pues esa conocimiento remite a personas. Esa España no se ha vaciado, como se vacía una casa en una mudanza. Lo ocurrido en las últimas décadas se parece más admisiblemente a las secuelas de las guerras, las persecuciones políticas o los desastres naturales, cuando la naturaleza queda más o menos intacta, pero ya sin habitantes. Permanecen los objetos y los nombres y las construcciones, pero el mundo al que pertenecían dejó de existir. Lo muestran muy admisiblemente las desoladas fotografías de Arkadiusz Podniesinski tras las catástrofes de Chernobyl o Fukushima: permanecen las casas, las escuelas, los supermercados, los autobuses…, los principios que daban sentido a un mundo del que sus habitantes huyeron precipitadamente.

La ruina de Maquila

Esa España sin clan, sigue sin retención poblada por sombras, memorias, historias, restos, antepasados, ruinas… De una ruina precisamente tráfico Maquila, la novelística que viene ahora a sumarse a las anteriores. Y aunque no forme parte de la trilogía no abandona ese país simbólico. La novelística tiene como eje argumental la reconstrucción paciente y tenaz de un molino en ruinas que perteneció al bisabuelo de uno de los protagonistas, Manuel, archivero de profesión. Una reconstrucción material que va pareja al restablecimiento de un mundo social a través de las palabras y los memorias de un pastor, el tío Acoplado, declarante de la desaparición de formas de vida, culturas, oficios, lenguajes… que ya solo quedan en la memoria de unos pocos.

A diferencia de sus predecesoras, que transcurren exclusivamente en los Montes de Toledo, Maquila prolonga la hecho en el liso y en la ciudad. Sigue el rastrillo de algunos oriundos de esos montes que los fueron abandonando en indagación de una vida mejor. Si se pudiera radiografiar el pasado de los habitantes de las grandes ciudades podrían detectarse vestigios de antiguas penalidades, olores a humo y jaras, viejas injusticias silenciadas, miserias atávicas, palabras en desuso… Muchos transeúntes urbanos ocultan en su memoria pasadas experiencias de vida que se disipan lentamente como la niebla de la mañana.

En Maquila, la historia del octogenario tío Acoplado, apegado a la tierra, superviviente, y la del protagonista inexperto y sus padres, emigrantes y obreros, se entrecruzan y se enriquecen mutuamente. El recuentro de Manuel, el inexperto archivero, con sus raíces, con el ruinoso molino de su bisabuelo, se alimenta con los memorias del pastor, que lo conectan con la historia de sus ancestros. Manuel no solo rescata y rehace un molino, sino una memoria.

¿Y qué valía tiene hacer memoria de tiempos o lugares prácticamente desaparecidos? Hablo de ‘hacer memoria’ en la doble acepción de rememorar y construir. Gracias al tío Acoplado, a la demorada rememoración de su vida, puede Manuel restablecer su propia memoria. Es una transferencia que le da sentido a su vida, como se la da igualmente la perseverante tarea de restablecer piedra a piedra el molino harinero que perteneció a su bisabuelo. Es un regreso a la par que un porvenir.

Rafael Cabanillas Saldaña se toma en serio su deber de memoria, el compromiso de no arrojar al olvido los atropellos, las penurias, las corrupciones, las violencias que conforman parte de nuestro pasado popular y que tantos se empeñan en perpetuar. Lo hizo con pasión y belleza en sus anteriores novelas, lo acentúa en Maquila, que por otra parte de dar voz de nuevo a hombres y mujeres que poblaron esa España ahora abandonada a través de las reflexiones del antiguo pastor remarca la necesidad de escuchar los lamentos de los supervivientes, sus advertencias sobre los riesgos de la indiferencia o la conformidad, de la incesante degradación de la naturaleza, ejemplificada en esta novelística (de ahí la imagen de su cubierta) en la agonía del ciervo volante, un simple escarabajo que realiza sin retención funciones de grandísima utilidad para el mantenimiento de los bosques.

La reconstrucción del molino es una osadía que Manuel afronta a la vez que avanza el ofensa físico y mental de su raíz, epicentro emocional de la novelística. Lo hace como un acto de bienquerencia, como un intento necesario de rehacer ayer del final de su raíz lo que perteneció a su yayo. Es su particular deber de memoria, de devolución, de homenaje. La ruina, la homicidio, tiene en este caso un competidor: la memoria, la restauración, el regreso, la vida.

Se han señalado similitudes entre las novelas de Rafael Cabanillas Saldaña y las obras de Miguel Delibes, Los santos inocentes, Jesús Carrasco, Intemperie, o Julio Llamazares, Distintas formas de mirar el agua. El sentido de sus novelas me recuerda a mí los relatos de John Berger contenidos en su trilogía De sus fatigas, compuesta por Puerca tierra, Una vez en Europa, Violáceo y Flag, con los que indagación dar declaración poético del mundo del campesinado europeo, amenazado por un proceso implacable de aniquilación y olvido. Sus objetivos son semejantes: la loresistencia a despachar el fin de la experiencia histórica de residir ligados a la tierra como poco irrelevante, como un proceso obligatorio sin consecuencias para el futuro.

El hecho de repoblar con palabras un espacio despoblado, sucio, olvidado, da a la letras un valía de reparación y de rectitud. Es el caso de las novelas de Rafael Cabanillas Saldaña. Cuando sus palabras sirven por otra parte como estímulo para aceptar a conocer una cosmografía vivo transformada por la ficción en una cosmografía simbólica esas novelas adquieren un significado ético que agranda sus méritos lingüísticos y poéticos.

SOBRE EL AUTOR
Juan Mata Anaya

Profesor titular de la Universidad de Obús, escritor y presidente de la Asociación ‘Entrelibros’

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