En una entrevista mantenida en 2011, ya viuda y aislada en su carretera del barriada del Couto del que casi nada salía desde que se suicidó su único hijo, de treinta y pocos abriles, y en el que pasaba las horas leyendo a Camus y Simon de Beauvoir, Óleo repasaba parte de su vida: “Toda la vida me llevé correctamente con los hombres y mal con las mujeres. Siempre viví correctamente, pero sin lujos. Soy poco sensual. Solo deseo simpatía. Yo daba la vida por mi hijo Luisito y por una de mis hermanas. A Luis lo quería mucho, me gustaba mucho como persona, su curiosidad por la vida intelectual. Él me dio una civilización francesa de artistas y de mundo, pero mi hermano me enseño la Letras universal. Yo siempre leí para advertir y disfrutar, nunca para entender más. Siento no haberme casado con un hombre rico. Trabazo se casó conmigo porque no tuvo otra. Estuvo muy enamorado de una madrileña que lo dejó y él lloró por ella. Un día encontré una carta para ella en la que le escribía: ‘Te quiero aunque estés muerta’. A mí nunca me dijo nulo igual. Nunca me aburrí y siempre fui dueña de mi independencia. A los 20 abriles perdí la fe, antiguamente era muy tonta”.
De ojeada penetrante e inquisidora, sonrisa claro, con cabellera a lo Verónica Lake, los labios pintados de rojo cachas y vestida con pantalones de corte masculino, Óleo llamaba la atención en las calles de la ciudad las pocas veces que salía de casa. En los últimos abriles, y adecuado a su profunda sordera, solo se comunicaba por mensajes telefónicos. Hasta su homicidio siguió recibiendo los 233 euros que su marido mereció por la medalla al valía ganada por una correr durante la extirpación. Sus vecinos y su amiga Julia Cadavid la cuidaron hasta hace unos meses, que un sobrino la llevó a residir en una residencia de Madrid en donde ha fallecido a los 95 abriles, llena de curiosidad y simpatía por la vida.