La nueva ourensanía | Alessandra Artal, el miedo que cala más hondo que una lluvia en Barbadás


Pertenecer quizá no es uno de los primeros propósitos de la tira de Alessandra Artal (Caracas, 1991) de eclosión de año. Desde luego no por encima de “ser atinado, no pido más”,  asegura frente a pregunta corta. Y no tiene porqué. Estar aquí, ser de aquí, es su derecho genealógico, y una demanda legítima que se trabaja día a día como cajera en una gran superficie comercial. “Mi grupo materna es de Sobrado do Bispo”, aclara humilde, casi como poco accesorio, pues el venirse aquí fue una de esas elecciones que se toman casi a punta de pistola. “Mi mamá se fue con merienda primaveras para allá y ya no quiso retornar”, recalca en otro momento su identidad venezolana, al beneficio de la valor de sus difuntos abuelos retornados a Galicia tras activo hecho plata. Hoy aquí están su matriz y ella, cuenta una hermana en Estados Unidos y un papá de origen chileno en el firmamento, víctima de un montaña de coche provocado por otro conductor ebrio.

Acerca de Chacao, su distrito en la gran metrópoli latinoamericana comenta “lo comparan mucho con la Valenzana”, y menciona su carácter tranquilo, céntrico, y normal en el que todo el mundo se conoce. Allí su vida era la de una mancebo recién licenciada en Periodismo que trabajaba de responsable de comunicación de una clínica de lozanía mental. “Tenía un buen salario pero no era suficiente cuando la vida no es muy segura”, aclara. “El Ávila, verlo todas las mañanas”, refiere Alessandra al cerro que domina la ciudad de Caracas, el pulmón de la ciudad. Invierte el orden racional de la frase la plumilla al cuchichear, embriagada por imágenes y sentimientos que las palabras no pueden alcanzar.

Marcha de los escudos

Cambia el discurso de tono tras un comentario agradecido “en mi casa siempre hubo de yantar” y enlaza con otro que pese a lo grastronómico del vocabulario no augura falta bueno. “Las protestas eran el pan de cada día”, comienza Alessandra su relato sobre el 2017, año en el que decide venirse. “Una persona muy cercana a mí falleció”, abre Alessandra el llave de las verdades menos gratas y las lágrimas desbordan, y cobra sentido ese temblorcillo de piernas que la acompaña desde su presentación. Narra entonces un episodio sucedido durante la conocida como “Marcha de los escudos”, en la que jóvenes venezolanos se manifestaban contra el gobierno de Nicolás Provecto, con antenas de televisión, barriles, maderas y otros metales a modo de parapeto para defenderse de los cuerpos de seguridad del Estado. “Por la lozanía mental decidí salir de allí”, concluye Alessandra un capítulo que desafortunadamente no abandonó su memoria. “El inteligencia se llevó a mango pero no hay culpables, aunque todo indique, el documentación forense, la proyección balística… que fue por parte de funcionarios”, asegura sobre un hecho según ella recurrente y del cual existen pruebas. “Muchas de esas muertes están registradas en videos, y quedan impunes”, ahora sí, marca un punto y final en la charla.

Alessandra no quiere dar nombres ni apellidos por respeto pero quiere que la historia sea contada porque a su guisa, y pese a sus miedos, se marcó un objetivo en la vida y no va a tirar a estas cielo la toalla, aunque sea desde la atención al conocido de un supermercado. “Éramos jóvenes, obviamente queríamos participar en poco y no quedarnos con los brazos cruzados”, explica.

El clima de esta parte del mundo no proxenetismo correctamente a esta caraqueña, pero sí sus gentes. Conoció a su novio casi al asistir. “Fue en las fiestas del pueblo a las que yo no quería asistir porque hacía mucho frío, en el mes de agosto”, ironiza y continúa con el inventario de primos y amigos sobradenses y ourensanos. “Al punto que entras en su vida no te dejan salir”, dice en relación a los de acá, desmitificando la idea de que “los gallegos son un poco toxos”. Tiene que meterle mano a lo de su currículo, “al venir de otro país parece que tienes un poco más de temor para tomar decisiones”, confiesa sobre su carrera cuyo título tiene homologado, y de nuevo esa profusión que cala por fuera derrama el instilación de terrores de un pasado cada vez menos presente. “Constancia, fortaleza, perseverancia…”, dice sobre sí misma entre lágrimas, “acordarse del pasado es duro, pero lloriqueo de contento además”, y entonces ríe.

Su expresión top en gallego, “¿Gustouche?”, una palabra que su pareja, gallego hablante, le dirigió con ceremonia durante una comida. Anticipadamente falta que llame la atención hasta que ella misma confiesa que el manjar a degustar era pulpo, siendo Alessandra por aquella época peculiar en el papar, “no comía falta que fuera del mar”. No sabe falta el gallego -sujeto y lengua- de conquistas. “Le agarré mucho el sabor la verdad”, concluye en relación a la pesca.

Sigue eligiendo más cosas de allá que de acá, morocho sobre membrillo, alfajor sobre tarta de Santiago, sancocho sobre caldo gallego, el Puma sobre Juan Pardo o Carlos Mata sobre Arturo Fernández. “¿En serio?”, ojiplática cuando le preguntan por el Día de la Independencia de Venezuela. Alessandra expresa a su guisa que no es una patriota de chichinabo, de conocer nombres de santos, celebraciones y banderas. Ella entiende el país como poco que pertenece a los venezolanos, ya sean de pura cepa que ‘sobradobispanos’.

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