Manuel Paz Fernández: Llorar al padre



Mi padre ha muerto. La contemporaneidad se llena de titulares que se dejan caer sobre la mesa como bombas de racimo, pero a ti hoy, y en los próximos días, sólo te interesará un titular, uno muy personal, que sólo encaja en tu propio perfil, en la esfera de lo íntimo. El día llega con informativo chuscas, casi primarias, soeces, que hablan de corruptelas, de mordidas, mascarillas, de líos políticos o de cosas vagas y nimias, al tiempo que nos ventilan la exterminio de Ucrania como si fuera una muesca atemporal, o la enquistada contienda entre Israel y Palestina; además de Cataluña, esta vez por un adelanto electoral, y de presupuestos prorrogados. El Congreso aprueba la indulto, pero tú sólo tienes un pensamiento inamovible, que te abrasa, que te desgarra tanto como desgarradores fueron para él sus últimos días, sin confiscación, en sus ratos de intuición, siempre hubo un momento para con los suyos, que en la distancia reverberaban entregados de lágrimas.

Mi padre ha muerto. Una persona humilde, sensible, sobria, parco en palabras, además protestón, pero sobrado de cariño, que hizo, lo que tantos gallegos, un monumento al trabajo, labrándose un futuro alejado de su terruño de pueblo y de las miserias de posguerra, con un destino escogido al azar -como él en algún momento te dijo- fue el País Vasco, pero pudo ser cualquier otro, Argentina, Venezuela, Suiza, Alemania; remesas enteras de los de su procreación cabalgaron a lomos de un heroína donde la vida era morriña pura, o no tanto. Uno ha trillado en la distancia enarbolar banderas de Galicia con más sentimiento que en la Plaza de la Quintana un 25 de julio; lo vi en Cuba, por ejemplo, con gallegos que nunca pisaron su tierra y lo ejercían día a día. Hay sentimientos que fluyen bajo tus pies, como magmas subterráneos, a modo de movimientos telúricos.

Mi padre ha muerto, luego de dos meses largos de sufrimiento, pero con el consuelo de una vida plena, vivida a su forma, en contacto con un mundo de naturaleza que nos fluye por la familia. El dolor es inmenso, un dolor que te paraliza el cuerpo y fulmina tu más que depauperado sueño y amordaza los pensamientos. “La vida es así”, te recuerdan a cada instante, y no es consuelo. No puedes aceptar la vida con la desaparición de quien fue tu mecenas protector. Todo te recuerda a él, revives momentos dispares como si fueran un catálogo de vida, escuchas su voz, o la presientes, incluso cuando él pronunciaba tu nombre, tienes la sensación de que su presencia regresará, que se aparecerá en cualquier ángulo, que volverá a sincerarse la puerta, y será él, como cuando de irreflexivo lo esperabas luego de cenar, y más tarde te meterías en la cama, antiguamente nunca. Él se ha ido, y con él sus historias pequeñas, como lo era su mundo, con personajes reales que en su voz te parecían imaginados, vestidos con el tiempo, con retazos de vida. Todos poco a poco desaparecen, como lo hacen las aldeas, que se llenan de ecos del pasado. La vida es así, dicen. Pues eso, gracias.

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