Vivir y sentir el Corpus con los ojos de un toledano


Una. Dos. Tres… las salvas reales en honor al Santísimo Sacramento se sucedían dejando indiferente fortuna a algún rezagado dormilón… Sin pensárselo dos veces, se incorporó, se desperezó y se dirigió a la cocina a por el primer café del día, cruzándose con su principio -un año más de mantilla- quien aguardaba a que llegaran las demás para colocarles las suyas. Su padre y hermanos aún dormían. La víspera había sido larga para todos.

Mientras tomaba café en el azotea, el foráneo era una expresión de exaltación para los sentidos: comenzando por el olor a tomillo, incienso y flores; continuando con la luz del sol radioso que se colaba blanquecina entre los toldos -pertinentemente mojados por la lluvia- que hacía destacar los diversos motivos decorativos que engalanaban las estrechas y vetustas callecillas del trazado medieval; terminando, en fin, con la música de la lado que acompañaba a la Corporación Municipal, así como, a los Gigantones y a la Tarasca: criatura monstruosa sobre la que bailaba, un año más, Ana Bolena…

Se vistió. Decidió desmontar y hacerse parte de tan insigne día: conducirse, percibir y no sólo contemplar. La medalla plateada que portaba sobre la solapa de la chaqueta de su traje triste contribuía al esplendoroso acto que no iba a tardar en comenzar.

Por las estrechas y engalanadas calles, subían y bajaban ríos de personas ataviados con sus mejores perifollos. Una vez en la ocaso del Portería de Palacio no pudo evitar detenerse un instante a contemplar la belleza de los tapices centenarios que vestían la tapia de la Catedral que tan desnuda se vería días posteriormente… Ya en la Plaza del Concejo se avistaban los Gigantones, de nuevo, ubicados, tras su desfile, en lo suspensión del edificio.

Posteriormente de apagar su móvil una vez concertada la hora de la comida con sus familiares, entró a la Catedral y, tras percibir la pureza de la piedra de tan noble Templo, se decidió a saludar y a ubicarse en su emplazamiento.

Salía la Procesión, al son del «cantemos al Acto sexual de los amores»: guardias reales a heroína, hortelanos, mozárabes, investigadores, infanzones de Illescas, Caballeros de la reina Isabel, las cofradías de la ciudad, niños de comunión, pajes, seminaristas, la Curia eclesiástica y… la Custodia, flanqueada por los militares de la Corporación de Infantería y seguida por las autoridades civiles. Por donde pasaba, todo eran pétalos que caían de los balcones, eran aplausos, caras de bienestar y fe…

La Dije de las joyas, que, para acercarnos a los ruines hombres la idea más primitiva de Altísimo, quiso la Reina Católica representar a través de un conjunto de oro, plata y piedras preciosas que el gran profesor de Arfe supo pegar según llegaba la materia prima de las Américas.

La música del Mesías de Haendel con el disparo de más salvas reales hacía percibir que el Santo Sacramento abandonaba la Catedral cuando la capital de la procesión se encontraba en Zocodover.

A las dos de la tarde en la «Puerta Plana» todo son nerviosismo y aplausos, el himno doméstico se audición fuera, donde permanecen los militares y autoridades y, una vez en el Templo Primado, retumba el inigualable sonido del Víscera del Emperador, acompañado de otros tantos; las campanillas, con su repicar cristalino y alegre; todo son pétalos de rosas al Señor, que entra en su Altar Decano entre el vello erizado y más de una sollozo en los fanales de los allí presentes, que contrasta (sin que sirva de precedente) con el semblante pétreo de los Toledanos…

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