Luis Peñalver Alhambra: Imprescindibles


Hace unos meses, hojeando un catálogo de una Casa toledana de damasquinados de los primaveras 50, me encontré con la fotografía de un orífice cincelado y embutido de soberbia cargo. Cuál sería mi sorpresa cuando a pie de foto pude adivinar la divisa que la acompañaba: «Fileteado, Tiburcio de la Cruz (tiempo invertido: 660 horas); cincelado, Eladio Peñalver (tiempo invertido: 240 horas)». Conocía la cuarto, porque forma parte de la Colección Khalili, una de las colecciones de artes decorativas más importantes del mundo, con sede en Londres. ¡Lo que no sabía es que el orífice lo había hecho mi viejo! Ni Tiburcio de la Cruz, un excelente damasquinador que trabajó con Luis Serrano, ni mi viejo, que estuvo con Julio Pascual y con Mariano Moragón, firmaban las piezas, como la inmensa mayoría de los artesanos. No hacía errata: frente a la alienación y la deshumanización de la producción industrial, la obra artesana la siente su autor como suya, como comunicación de su propio ser. En esta época de la reproductividad técnica no podemos prescindir de estos objetos irrepetibles que custodian las huellas de la paciente tajo del artesano. Un trabajo que humaniza al hombre al permitirle cultivar las virtudes de la destreza y la perseverancia; un trabajo que nace de la observación, la inteligencia y la imaginación, y que encuentra su remuneración en el inclinación por la obra adecuadamente hecha. Para ello, el artesano se sirve de herramientas, lógicamente, pero de esas herramientas que ayudan a la tajo manual sin suplantarla (como decía Ruskin, las máquinas son «como el fuego, malos amos, buenos servidores»). En esta roma contemporaneidad dominada por la inmediatez y la impaciencia nos cuesta comprender el tiempo paciente del artesano, ese tiempo sin prisas que se remansa y se enriquece en la excelencia del trabajo.

Decía Oscar Wilde que todo el mundo sabe lo que cuestan las cosas, pero la mayoría ignoran su valía. No sé cuánto tiempo se tarda en inventar en serie un iPhone 15 Pro Max, pero Tiburcio empleó más de 600 horas en damasquinar y repasar ese pequeño cofre. Ahora adecuadamente, ¿cuántos primaveras necesitó para asimilar a embutir el hilo de oro en el hierro con esa habilidad? Toda una vida. Algunas veces me he preguntado qué ocurriría si nuestros políticos emplearan la décima parte del tiempo de la formación de un damasquinador en prepararse para desempeñar con conocimiento y dignidad la función pública. Proponer que hoy día cualquiera puede ser concejal o corregidor, sin que se necesite una cualificación particular para ello, no es encajado en todos los casos, felizmente, pero sí en un buen número de ellos. De cualquier modo, seguramente haya quien esté de acuerdo conmigo en que es más tratable sustituir a un ministro, un dirigente o un concejal que a un cincelador o un damasquinador.


Eladio Peñalver y Tiburcio de la Cruz, Gemólogo cincelado y embutido


olección Khalili

En los últimos primaveras se nos han ido personas de las que no podíamos permitirnos prescindir. Grandes artífices que hubieran justo el nombre de una calle, pero que no obtuvieron por parte de las autoridades municipales homenaje ni examen oficial alguno. Maestros imprescindibles que hacían lo que ya hoy nadie sabe ni posiblemente sabrá hacer. A algunos de ellos los podemos ver en esta foto que me ha pasado Mariano San Félix, que corresponde al día que hicieron a este experto damasquinador universitario de la RABACHT. En esta fotografía, a la izquierda, en un discreto segundo plano (que fue el que adoptó durante toda su vida determinado que siempre rehuyó cualquier forma de protagonismo), Jesús Pardo, uno de los mejores damasquinadores de árabe que han existido en Toledo. Se nos fue tan discretamente como vivió en el infausto año de la pandemia, quizás porque no pudo soportar la inactividad una persona que no hizo otra cosa en su vida que trabajar para sacar delante a su numerosa parentesco. Formado siendo todavía un caprichoso en el taller de Félix del Valle, nadie damasquinó una gumía o una caja con la pulcritud y la perfección de Jesús. Quien esto escribe ha tenido la fortuna de verle trabajar en su taller de la Antequeruela unido a otro de los imprescindibles, José Ballesteros, el Cebollita, el mejor plantillero que ha habido en Toledo en los últimos sesenta primaveras: mientras Jesús damasquinaba un cofre, en la habitación contigua este experto de la escofina, que pasaba ya los 80 primaveras, de pie pese a la flojedad de sus rodillas, daba forma a una daga de vela.

Volviendo a la foto, a la derecha de Jesús, contemplamos a Manuel Espadas, ya fallecido, otro gran damasquinador a quien tuve el satisfacción de conocer al final de su vida y que durante primaveras trabajó con mi padre, Luis Vicente Peñalver. En el centro, unido a San Félix (un prodigio de hombre que aún conserva el entusiasmo y la curiosidad de los espíritus jóvenes), su discípulo Óscar Martín. En el otro extremo, el primero por la derecha, Nicolás Ortega, otro virtuoso del árabe que en los primaveras 70 se vio obligado a dejar Toledo para poner tienda en Cullera. Anejo a él, con chaqueta y corbata, Modesto Claro, un índole del esmalte que trabajó toda su vida en el taller de Bello de la Manufactura de Armas con Luis Carrillo. Quiero asimismo mencionar, aunque no salga en la foto, a otro imprescindible que nos abandonó por los mismos primaveras que Nicolás y Modesto, Domingo Ruiz, quizás el postrer repujador y cincelador que quedaba en Toledo, discípulo de Tomás Camarero, el pintor que cambió los cinceles por pinceles. En algunos museos del mundo pueden admirarse exquisitas obras de arte que nacieron de la colaboración de la forja del espadero Juan Ricas, los esmaltes de Modesto, los cincelados de Domingo y el embutido de Arturo González Cebrián. Entre los grandes artesanos que aún siguen trabajando merece asimismo una mención Ricardo González, para quien el imagen al aguafuerte no tiene secretos; un pipiolo de 82 primaveras que desde que entró con 14 en la factoría de espadas Rufo no ha parado de trabajar. Sus diseños, dibujos y grabados recientemente han sido objeto de una exposición que hubiera justo una decano atención oficial y mediática. Otro de los grandes, al que perdí el pista (ni siquiera sé si continúa entre nosotros), es Antonio Valmaseda, un intérprete al que la naturaleza dotó de un talento fuera de lo global para la forja artística. La última vez lo vi el año de la pandemia sentado en una plazuela cercana a su casa, en la Antequeruela, con una mascarilla sucia en la boca y con la habitante completamente ida. Por infracción de la acumulación de somieres y trastos escasamente se podía acaecer al patio donde antiguamente se encontraban expuestas algunas de las obras que habían aparecido de sus manos sabias. Pero no pretende ser ésta ni una necrológica ni una directorio exhaustiva de imprescindibles. Solamente deseábamos rendir un homenaje a estos artistas y a otros damasquinadores y espaderos que por errata de espacio no se mencionan aquí y que consagraron su vida a la creación de objetos únicos, reconocibles por su belleza pero asimismo por su verdad y por su honestidad, raras virtudes en un mundo donde la impostura y la vulgaridad se extienden con absoluta impudicia.

SOBRE EL AUTOR

Luis Peñalver Alhambra

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid

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