Por un mejor parlamentarismo


Una famosa máxima de Clausewitz dice que la guerrilla es la continuación de la política por otros medios. Pareciera que en los últimos tiempos ha cundido el empeño por hacer esto mismo adentro de los parlamentos, sustituir el diálogo enderezado al entendimiento por la escenificación de un conflicto militarista enfocado a eliminar al adversario, con las asambleas legislativas convertidas en campos de batalla. Por eso hoy 30 de junio, Día Internacional del Parlamentarismo, se hace más necesario que nunca reivindicar una forma de hacer política que se zócalo en la deliberación y en el diálogo como fórmulas para determinar las decisiones con las que mejorar la vida de la ciudadanía. Esto, que parece tan obvio, no ha sido así siempre y no lo es en todos los lugares del mundo. Y en nuestro país, adicionalmente, tenemos motivos para la preocupación.

El trastorno del parlamentarismo es un indicio de la pérdida de sanidad democrática, pero es a su vez una causa directa. Aunque no se manejo de un aberración exclusivo de España, sin duda está cada vez más presente en nuestro país, como observamos en los bochornosos espectáculos a los que asistimos de forma habitual en las sesiones del Congreso, del Senado y de otras asambleas regionales. Un panorama que igualmente amenaza la buena dinámica de algunos foros hasta ahora menos exaltados como nuestras Cortes de Castilla-La Mancha.

No es una mera cuestión estética. Las formas desagradables afectan igualmente al fondo. La degeneración de la actividad parlamentaria, donde se recurre al insulto y la descalificación, con mensajes más emocionales que racionales, con absoluta desatiendo de empatía y sin ninguna conducta de audición, tiene unas consecuencias nefastas: polariza a la sociedad, provoca desafección ciudadana y nos impide que las decisiones que adoptamos se enriquezcan con lo bueno y válido que siempre puede aportar la otra inspección.

El insulto dócil y recurrente en torno a el que piensa diferente, la campaña de señalamiento en torno a quien actúa de otro modo, la deslegitimación de quien gobierna por el exclusivo hecho de reponer a otras siglas, la desconsideración en torno a las propias instituciones y tantas otras fórmulas que se aplican sin ninguna ética, caiga quien caiga y sin atender a las consecuencias a medio plazo, se han convertido en un maniquí peligroso pero recurrente. Cada día, la crispación en las calles y en las instituciones sube un naturaleza y está alcanzando cotas asfixiantes. Excita a los fanáticos, pero espanta a la inteligencia. El diálogo es inalcanzable en medio del ruido y sin respeto entre los interlocutores: no solo impide el entendimiento entre quien debe balbucir para convencer y quien debe escuchar para encontrar puntos de discusión, sino que, adicionalmente, expulsa a la ciudadanía verdaderamente interesada en participar de una conversación de calidad.

Todo esto resulta más difícil en los parlamentos, que son los templos de la democracia. A diferencia de lo que puede ocurrir en una charla en medios de comunicación, en una discusión de mostrador de bar o en el rifirrafe cada vez más insoportable en redes sociales, el debate parlamentario exige una dosis extra de consideración en torno a la ética y el cumplimiento de las normas. Por supuesto que hay excepciones, pero la regla, cada vez más, contesta a los estándares de lo que precisamente no deberíamos hacer. Estamos llevando el frentismo al corazón de las instituciones.

Y en este ‘ecosistema’ todos los agentes involucrados tienen su parte de responsabilidad. En primer circunstancia, quienes desempeñamos una tajo en las asambleas legislativas debemos esforzarnos, y en mi caso en las Cortes regionales prometo seguir haciéndolo, para que el debate sea respetuoso y fructífero. Debemos hacerlo mejor, elevando el nivel, no solo en el arte de la oratoria, sino especialmente en ese arte menos atendido que es el de la audición activa.

Ahora aceptablemente, no solo depende de nosotros y nosotras. Asimismo es esencia el reflexivo que tiene la actividad política en los medios de comunicación, el modo en que se traslada a la opinión pública lo que hacemos y decimos. El periodismo más valeverguista -no hablemos ya del ‘pseudoperiodismo’ que se cuela en las instituciones para socavarlas desde dentro- es un unido esencia en este ruidoso desconcierto en el que el debate útil se hace inalcanzable. Ocurre cuando se desvía el foco del diálogo sereno, aunque posiblemente menos bonito, y se sitúa en decano medida en personajes dispuestos a protagonizar numeritos o en voces interesadas en verter insultos, mentiras o medias verdades. De forma opuesta, el periodismo serio y riguroso, que verifica y pone en contexto, y no solo reproduce los gestos efectistas y los exabruptos de una y otra parte, contribuye a mejorar la sanidad de nuestra democracia.

En la misma medida, y para completar la cautiverio de agentes implicados, a la ciudadanía le correspondería no animar a quienes dinamitan el diálogo y sí aplaudir a quienes ejercen la política de forma responsable, esforzándose por realizar aportaciones en positivo y por alcanzar consensos: una conducta más robusto en estos tiempos que la de confrontar sin escuchar y atizar sin medida.

Por postrer, si hablamos de parlamentarismo no es menos importante reparar en las tareas para las que la ciudadanía nos ha preferido. En el caso de las Cortes de Castilla-La Mancha, para forcejear los asuntos que solo en nuestra Cámara merecen atención. Aquí tenemos que animarse cuestiones claves para el bienestar de nuestra masa como la educación, la sanidad, los servicios sociales o las infraestructuras que dependen directamente de la Agencia Regional. Frente a quienes se predisponen a convertir nuestro Parlamento Regional en un plató para charlar sobre el asunto del día o para replicar los mismos debates que ya tienen circunstancia en otros foros como el Congreso, el Senado, las diputaciones o los ayuntamientos, insisto en que centremos el trabajo en nuestras funciones, que no son menores. Ahora mismo tenemos entre manos asuntos de tanta importancia como afrontar la reforma del Estatuto de Autonomía. Una tajo que nos exige máxima atención y un clima de debate que propicie entendimientos.

Ser representante en el Parlamento Regional supone un orgullo que debemos corresponder atendiendo de forma ética y profesional los asuntos que aquí -y solo aquí- se tienen que forcejear, sin pervertir el definitivo sentido del parlamentarismo. Debemos hacerlo por convencimiento demócrata y por eficiencia, porque es mejor a medio y desprendido plazo. En un mundo con una permanente tentación por adoptar fórmulas autoritarias que prometen soluciones simples a los desafíos de una ingenuidad compleja y que cambia a velocidad de vahído, conviene explotar una aniversario como hoy para pensar que no siempre el camino más corto es el mejor. En democracia hay que huir de los atajos. El parlamentarismo, aunque suponga un rodeo, constituye el camino a seguir.

SOBRE EL AUTOR

Pablo Bellido Acevedo

Presidente de las Cortes de Castilla-La Mancha

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