Antonio Lázaro: Hasta siempre, novísimos


El principio del verano se llevó al dandy más auténtico de la poesía española, el cartagenero José María Álvarez, siempre trajeado y con la punta del pañuelo de seda, la ‘pochette’, emergiendo del saquillo superior de la saco. Hace un tiempo, decidí no hacer más esquela.

Pero la asesinato del autor de Museo de Cera ha removido en mí la exaltación de la vida, sucitando una como evocación de mis primaveras rimbodianos, tan salvajes como tiernos, en que con tan pronto como 18 primaveras soñaba con ser escritor en el Madrid trepidante de mediados de los 70 (y de los que, en buena parte, dejo constancia ficcionada en mi novelística Los primaveras dorados, de 2017). Desde el fervor (entre otros) del surrealismo, de los beat norteamericanos y de los novísimos españoles, tuve la fortuna de conocer y tratar en aquel tiempo precisamente a tres grandes novísimos, más o menos, recientemente desaparecidos: Sarrión (2021), Leopoldito Panero (2014) y José María Álvarez (2024). Lo que relato a continuación, lo he vivido. Es pues, o quisiera ser, más celebración y fiesta que elegía.

SARRIÓN

Creo que era, con Vázquez Montalbán, el decano de los novísimos. Gran amigo de mi tío materno Javier Cebrián, pintor y serígrafo, lo conocí en ese momento de éxito, recién antologizado por Castellet. Era técnico de la despacho del Estado y trabajaba en uno de esos palacios franceses de Alonso Martínez que habían sidoincautados y transformados en checas durante la Hostilidades.

Pero dedicaba buena parte de su trayecto a la actividad socioliteraria, recibiendo a jóvenes aprendices de poeta. Sarrión, entonces soltero, tenía un asfalto en la calle Azcona y tuve el privilegio de ser invitado a diferentes reuniones y saraos con sus amigos, que eran lo más selecto del Madrid poético y cultural del momento: Juan Benet, Carmen Martín Gaite, Eduardo Chamorro, y entre otros, sus compañeros novísimos Panero y Álvarez.

Yo admiraba a Sarrión y no me sacaba de la habitante su conmovedor poema ‘El cine de los sábados’. Su ópera prima, Teatro de operaciones, la había editado por otra parte Carlos de la Rica, en la legendaria colección conquense del Toro de Granito, en la que incluso yo debutaría más tarde.

Antonio, excepto de novísimo, era por entonces poco así como la habitante visible del surrealismo poético gachupin. Y traducía con tino del francés a «maudits» como Hyusmans o Baudelaire. Estar al arrimo de su volcánica personalidad era sentirse conectado con lo que pasaba más allá el tardofranquismo, pero incluso con Quevedo o con los cronistas del añejo Madrid. Cinéfilo total, había hecho crítica de cine en la revista Griffith y más tarde, sería tertuliano constante del software de su amigo José Luis Garci.

Una vez quedamos para ir al cine a ver una de Peckimpah, La cruz de hierro, en uno de esos desmesurados cines sesentones de los altos de la calle Militar Mola, más tarde Príncipe de Vergara. Creo recapacitar que tuvimos unas palabras con el acomodador a raíz de ciertos comentarios críticos de Sarrión en dirección a el NODO. El jazz era otra de sus pasiones, que tenía el don de contagiar y de irradiar. Pero seguía incluso respetuosamente la revolución del pop (rememoración la concierto a su flanco, entre nubes de humo-en aquella época, fumaban hasta los muertos-, del Berlín, ese LP tan melancólico de Lou Reed). Baste sostener que se había rebaño el apodo de ‘El Actual’ y que uno de sus mantras era: «Hay que ser absolutamente original». Se podía disfrutar de su enseñanza, siempre optimista y entretenido, igual en un restaurante de menú del día que en el Whisky Jazz de Diego de Héroe, en su asfalto de Azcona como en el Dickens.

Llegamos ya al Dickens, un pub estilo inglés situado en Maldonado cumbre Militar Pardiñas. Hoy muy reivindicado. Longitudinal, mostrador infinita que evocaba la recta de un hipódromo, amplios sofás y butacas de piel y grabados de caza y de caballos. Amplia terraza y copas buenas y caras. Tenía el espíritu del título de un poemario de Antonio: Pautas para conjurados. Pululaban por él dirigentes de partidos clandestinos, simples militantes y toda clase de activistas, agentes del KGB y de la CIA (o de la CIA y el KGB, al paladar), escritores famosos y un montón de aspirantes a serlo, sociales disfrazados de bohemios finos, más una pandilla de clientela pija en consonancia con el extrarradio. Dicen que allí se pudieron tomar decisiones importantes, en lo macro o histórico, digo. Eso dicen. Lo que sé de cierto es que se trasegaron en aquel pub decenas de miles de tragos largos y llegó a ser una glamurosa sala de torturas (y delicias) hepáticas. A veces, pocas, coincidí allí con Sarrión. Pero yo no iba demasiado al Dickens y lo hacía a mi bulo, con mis colegas, y por otra parte, había empezado ya a imponerse Malasaña como sitio de colisión no comercial. Yo rememoración a Antonio más en su asfalto de la Guindalera, que sobrevolaba Madrid, pontificando (porque pontificaba muy correctamente) sobre trivio, arte o política.

Es allí donde conocí a Leopoldito, al que apadrinaba Antonio por aquel tiempo. Tenía este final, al parecer, ciertos problemas con los de narcóticos o los de la Social o con uno y otro departamentos, puede que incluso económicos, y se acogía a la liberalidad sarrionil, que era un poco como un hermano decano. Con conveniente más paciencia y paciencia que su hermano decano, por cierto. Leopoldo hablaba mucho por entonces de trotsquismo, aunque no sé en cuál de sus diversas logias o ligas militaba, si es que el de militancia era concepto o ejercicio aplicable a él. Y incluso conocí allí a Álvarez, en alguna de las visitas que hacía a Madrid, donde se alojaba en el Hotel Tirol, situado en la calle del Marqués de Urquijo, un poco decadente y belle époque.

Con Antonio, la relación prosiguió, intermitente pero constante. Albacetense como era, cuando estuve al frente del Servicio de Publicaciones de Castilla-La Mancha, tuve el honor de editar Robinson en el Retiro o avatares de un general, la prodigiosa historia de su parque, cuando pasó a residir en la aristocrática calle de Alfonso XII. Antonio fue designado por un tiempo asesor del Ocupación de Civilización y conoció, como Borges, en sus últimos primaveras el duro proceso de una ceguera progresiva.

Con uno y otro, Panero y Sarrión, me encontré alguna vez en la socrática recepción que, a su reverso del extrañamiento parisien, Agustín García Pelado mantenía en el parada del café Arranz, en Directorio con conde de Peñalver, un sitio más correctamente de merienda de señoras. La masa lo había aguardado como posible líder anárquico y él, renegando de la política, se dedicaba a traducir y compartir los fragmentos de Heraclito (siempre llanada, no esdrújulo).

Uno de mis últimos saludos, entrañable y triste, adjunto a Sarrión, mi perito de nubilidad, fue a la asesinato de mi tío, Javier Cebrián, en 2005. La víspera del funeral encargó una paella marinera en un restaurante de Altea. Es la única vez en mi vida que he cenado paella.

LEOPOLDO MARÍA

Era un novísimo que me encantaba. Conectaba con el ojival y el quimérico. Y vivió el Londres irrepetible de los 60. Más que su Así se fundó Carnaby Street, me gustaban Teoría y los relatos de En espacio del hijo. Hablaba ceceando un poco (como Valle) y su observación recordaba la de las rapaces nocturnas. El día que lo conocí en persona, en el tan citado asfalto de Azcona, la mesa desestimación del estar de Antonio tenía, alineados como soldados supervivientes de una batalla, que aún guardaran ciertos restos de formación, poco así como 25 o 30 botellines de cerveza, quintos, vacíos. Al salir de sus aposentos, le debió de caer en ocurrencia conocer a un poeta en ciernes, diez primaveras más mozo que él, y ya no se separó de mí en toda la velada, hablándome de viajes y de poesía. Jugaba un poco, creo yo, a Verlain y Rimbaud. A mí no me molestó su poético cortejo. Al contrario, lo interpreté como todo un honor.

Por aquellos días era inminente la venida de Octavio Paz a Madrid. Y se rumoreaba que tenía en su dietario como objetivo conocer a Leopoldo, del que había oreja maravillas. Antonio,por su parte, revisaba por entonces un experimentación sobre pimple y humanidades, premeditadamente de Malcolm Lowry, que recién había escrito Panero. Creo que leyó en voz incorporación algunos fragmentos en aquellas reuniones, en las que, aprendiz de poeta, no acababa yo de creerme que estaba positivamente. Era como un sueño del que no se desea salir.

Al final, nos reducen a etiquetas. Leopoldo María Panero: poeta desviado, heroinómano y perturbado. Puede que fuera todo eso pero fue muchas más cosas, en presencia de todo un singular poeta insurgente, una especie de Artaud gachupin.

Maricón: la primera imagen que rememoración de él, ayer de conocerlo, fue en el vestíbulo de un cine de arte y experimentación. Su pandilla de amigos era la más glamurosa de la caudal. Mientras se imponía un doble atuendo en aquel Madrid, corriente o caqui, entre el loden adinerado y el tres cuartos marcial contestatario de desertor del Vietnam, ellos vestían con aspaviento colorista de fulares, pieles, botines de tafilete y pantalones de cuero. Y por otra parte, solían ir acompañados de chicas rubísimas y supermodernas. Leopoldo María siempre estuvo rodeado de mujeres. Incluso en la etapa manicomial, peregrinaban, cual laico maestro poético, a visitarlo grupos de fans, con gran protagonismo mujeril; esto lo cuenta Roberto Bolaño, que llega a hacer de Leopoldo, como de Paz, un personaje de su 2666. Sus más destacadas biógrafas y exégetas son, en buena parte, mujeres (Cerrando esta semblanza, leo que Visor recién publica una Poesía completa, preparada por Tua Blesa). Tengo en fin el pálpito de que es reduccionista y simplificador etiquetarlo, sin más, como desviado.

Heroinómano: Debió de tocar todos los instrumentos, incluido el heroína. Politoxicómano. Pero, fundamentalmente, era un alcohólico.

Alienado: asumió la imprudencia como objeto de estudio y acabó viviéndola, encarnándola. Sabía más de psiquiatría que muchos de sus terapeutas. En el liberal tramo final de su vida, decidió estar «maniconialmente», autoingresando primero en Mondragón y luego en Las Palmas. Lo interpreto como un trueque: él ofrecía como materia de estudio su prestigioso trastorno y el sistema le aseguraba la subsistencia y el techo. Muchos de sus versos y de sus páginas destilan discernimiento.

Hay una historia de las muchas que aureolan su malditismo de comicios. No puedo consolidar su verdad total, entre otras cosas porque en aquel tiempo yo vivía en un país africano, en Ghana. Fue cuando el 23F. Seguía por entonces en funcionamiento el psiquiátrico de Leganés. Leopoldo llamó un taxi y pidió al taxista que lo llevará a él. El vigilante del centro, que lo reconoció, le preguntó que cómo era que estaba allí. Panero respondió que, en aquellos momentos, solo se iba a comprobar seguro en el interior.

Luego de muchos primaveras, a finales de los 90, me crucé con él por el Bazar Pequeño de Tánger. Iba conveniente desastrado, con patente desaliño indumentario. El tangerino con el que estaba yo en ese momento me dijo que, en tiempos, «ese gachupin perturbado» visitaba mucho Tánger y que se había codeado con masa de posibles, en un entorno de villas, fiestas, etc. Pero que ahora estaba conveniente colgado y debía de pernoctar en alguna pensión de la kasbah. Muy Tánger, me dije: del esplendor a la decadencia. Al atardecer, siempre solo, lo volví a ver en el carrera de España, contemplando melancólicamente la orilla española del Detroit.

Si juegas con la paranoia, te vuelves paranoico. La última vez que hablé con él fue en el bar La Manufactura de Pan, en Madrid. Tras saludarnos, me preguntó al oreja si yo había intervenido en un complot del entonces ministro del Interior para eliminarlo. Aseguraba que le habían pegado un tiro en un barco amarrado en Menorca. Me levanté, conveniente ofendido, acabé la copa en la mostrador y ya nunca tuve ocasión de retornar a departir con él.

JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ

Iba siempre de punta en blanco. Ya he dicho que con su fular o corbata refulgentes y su pañuelo o pochette emergiendo del saquillo de en lo alto de la saco. Que no faltaran. Su estudio en Villa Chispa, la casa ordinario de Cartagena, era el sueño de un anticuario con clase, con todos esos cortinajes, su museo de pintura y montones de libros apilados en pacífica (¿) trinchera. Nunca llegué a presentarse su casa, pero oí departir mucho de ella. Hay algunas imágenes de ella circulando por internet.

Cuando coincidí con él en las irrepetibles tertulias del asfalto de Azcona, le debieron de acentuar la atención mi excesiva nubilidad, no pasaría de los 18, y mi desbordado fervor poético. Charlamos un buen rato. Y me confesó, sotovoche, que donde estaban las editoriales, los críticos y el glamúr era no en Madrid, sino en Barcelona. «Donde había que ir». Entonces y durante unos cuantos primaveras, eso fue así. Precisó que él había hecho grandes contactos en la Ciudad Condal y que se había introducido en el círculo de las top model. Me recomendaba dar el brinco, o sea, hacer el puente etéreo. Lo iba a sobrevenir de miedo, con él de cicerone.

Tardé algún tiempo en frecuentar la Barcelona ultramoderna de los 70 y lo hice ya con mis propias contactos, pero nunca olvidé del todo la propuesta del dandy Álvarez, puede que fruto de la exaltación alcohólica reinante en los sarrioniles saraos. Desde luego, me puso a soñar aquella imagen de champán y mujeres hermosas y siempre se la deberé a José María.

El cartagenero decidió reunir su obra decano en un poemario descubierto, un obra interminable, al que intituló Museo de Cera, uno de los títulos imprescindibles de la poesía española contemporánea. Asimismo incursionó en la novelística, con ensayos tan amenos como los de su mitómano Desolada esplendidez y La esclava instruida, personal solaz de Lolita, novelística ganadora del premio La sonrisa enhiesto del año 1992. De esta período son incluso sus biografías noveladas de Talleyrand y de Lawrence de Arabia.

Pero, con ser mucho, no es lo único que hizo. Así como Jorge Berlanga introdujo a Bukovski en nuestra civilización, José María introdujo a Kavafis. Cosmopolita y decadente, muy parisien, su segunda ciudad hasta el final, recuperó la Cartago espartaria, subyacente a su ciudad oriundo, como plano perteneciente a la gran secuencia clásica mediterránea. Su Tiempo de Oro, o selección de poetas de Cartago, que, borgiano modo, no sabemos si son reales e históricos o inventados, cuenta en todo caso con un valioso bagaje grecolatino, que parece le aportaron profesoras del ramo. Pero, probablemente, sea José María mismo el autor de todos esos poemas, algunos memorables, y sean todos ellos máscaras de sí mismo. En la vestigio de este obra, editado en 1983 por la Editora Regional de Murcia, escribí a finales de los 90 Los divanes perdidos, selección imaginaria de poetas de Kunka, que editó con gran paladar el editor y poeta Alejandro Dolz, en la colección de poesía El pájaro de cristal.

Otra de sus grandes acciones fue la reivindicación de Ezra Pound. Él contribuyó a recuperar y exaltar, conjuntamente, al perspicaz poeta que fue el norteamericano. En mi nuevo obra La gran ruta interautonómica de Jorge Manrique (2023), que reconstruye toda la peripecia histórica, biográfica y literaria del clásico que encabeza nuestro canon, constaté, y refleja, la gran importancia de Murcia, ciudad y región, en relación con Jorge y con los Manrique. De hecho, huérfano muy chiquillo, el caballeroso poeta pasó parte de su infancia con su hermana decano en la caudal del Segura. Por eso incorporo al obra el subsiguiente fragmento del espléndido poema «Jorge Manrique o doctrinal de caballeros», de José María Álvarez: «Ahora contemplo bajo el sol/ esas torres. Ahora siento/ el polvo y el sudor y el sabor de la muerte/ y en mi mano la resuelta espada./ Arden los cielos. El sol ciega./ Hay alacranes en los estandartes./ Oigo los hierros de la Ilíada. Descansa en paz, perito. Cuando al trasluz de un gintonic vuelva a divisar los delfines y cetáceos de Punta de Palos, te evocaré y brindaré a tu lozanía, celebrando que ya navegas a costado del Pequod.

Farewell, novísimos!

SOBRE EL AUTOR

antonio lázaro cebrián

Escritor conquense radicado en Toledo. Gerente cultural. Autor de novelas como ‘El club Lovecraft’, ‘Memorias de un hombre de palo’, ‘Los primaveras dorados’ o ‘La cruz de los ángeles’. Colaborador del Diario torrevieja news today.

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