Kathrin Kirsch, amazona alemana con hogar en una aldea de Vilamarín


Luce una pelo rubia que mece el derrota, mientras cabalga por la playa sobre un corcel blanco. Una increíble estampa para un inolvidable momento. No es el inicio de una historia de ficción, si no la imagen que viene a la mente cuando Pablo, pareja de Kathrin Kirsch (Alemania, 1978), acento sobre el día que la conoció, poco ayer de compartir vida con ella. “Con sus fanales azules, rubio y un perro parecía un turista”, le describe a él esta amazona germana. Lo de cómo terminó ella allí con un oriundo, en Camposancos, La Guripa, es una historia muy larga.

LA NUEVA OURENSANÍA (3)

Se rompe la imagen de Bo Derek cuando comienza murmurar de cómo se ganó la vida, y cómo forjó esa arrolladora personalidad que hoy transmite. “Fui carretillera en San Cibrao, me saqué el carnet, me gusta muchísimo”, confiesa.  Tiene Kathrin una trayectoria heterogénea. Pasó por hostelería, construcción, provisión, automovilismo, con fabricantes de herramientas y el mundo de las maderas. De la obra dice que los muchachos la trataban perspicaz, y cuenta su pareja que es un hábil con la hormigonera. “Tuve que dejarlo cuando tuve dos hernias”, lamenta. Poco a poco se fue reubicando con lo que es su pasión, el mundo de la hípica. “En Ourense trabajé con la Escuela de la Diputación y ahora estoy dando clases en una en Santiago”, explica. Kathrin es técnico de hípica con distintos diplomas y igualmente experta en esa disciplina en su punto de vista terapéutica. “Heroína fue mi primera palabra”, comparte una cabalgadora. “Popeye me llamaban cuando fui moza de cuadra”, comenta.

Su primer y gran acto sexual fue un potro salvaje con el que experimentó una simbiosis y que argumenta al nombre de Odin, dios de todos los dioses en la mitología nórdica. “Yo lo desbravé”, explica. Viene a ser que esta espléndida fiera la aceptara en su espalda. “Un flechazo a primera presencia”, confiesa. Emoción le brota en los fanales al murmurar de esa alma gemela, que le relincha desde hacia lo alto, quizá en forma de constelación ecuestre.

Entrada por Portugal

Era Kathrin una pupila cuando sus padres se trasladaron de Henstedt-Ulzburg, Alemania, a Famelicao, Portugal, de donde es originaria su principio. Primaveras a posteriori los mayores se separaron y los niños se fueron con una de las partes.

Tenía vigésimo abriles cuando llegó a nuestras costas, y tras seis siguiendo a un padre con un culo de mal asiento, por fin vivía sola en Galicia dedicándose al mundo de los caballos. “En un año podíamos cambiar tres veces de casa”, rememora. Ya fuera por el perro del vecino, que por los altavoces del párroco obligando a ofrenda a los herejes, el hombre siempre tenía una excusa para dotar una mudanza. “Mi hermano y yo ya no desempaquetábamos las cajas”, confiesa sobre esa época un poco titiritera en la que “menos soldar”, apunta, aprendió a hacer de todo. “He desmontado un motor, o un tubo de escape”, explica. Puntualiza Pablo que Kathrin pone plaqueta, encinta piedra, y es una todoterreno. “Cuando las leyes son más fuertes que tú únete a la corriente, no luches contra molinos”, destila Kathrin una gran enseñanza de esa estrambótica adolescencia. “Ou vai ou rachas”, añade en gallego.

El alucinación les conducía cada vez más al ártico hasta que pasaron la frontera. Ya en tierras de Breogán cogió carretera su hermano, se bajó del carro Kathrin, y marchó el patriarca a Alemania.

De aquel pasado intrépido y turbulento al presente pasaron más de dos décadas. Acabaron Kathrin y Pablo en Ourense porque querían hacer su propia casa y estar sin hipotecas. Él, aunque camposino, quedó embelesado de Allariz en una cita, y a partir de ese momento, comenzaron a organizarse para despabilarse una propiedad asequible en estas tierras. “Llegamos a Trasmiras con un perro y cinco gatos”, explica ella sobre el primer brinco a la provincia. “Regalé dos caballos porque no quise malvenderlos”. Entendemos por su cara que no fue una cuestión de caudal. 

Ahora viven en Pazos de Monte, Concello de Vilamarín, donde han construido su tercera casa. Compraron un inmueble con una palleira anexa que era una manufactura de maderas. Todo tiraron por adentro e hicieron una impresionante vivienda nueva. 

Kathrin va los fines de semana a Compostela a la hípica, su trabajo remunerado, y entre semana se enreda con la huerta, la hormigonera, su hija Mia y tareas varias. Regala calabacines talla XL a las visitas y unas cebollas aceptablemente majas. 

Difícil es expresar en una sola frase, de dónde viene ese brillo que irradia esta mujer portento. Pero es mirar a Kathin a los fanales, su clavícula o su cuerpo sereno, e imaginar una tremenda jaca, contenida por alemana, y desbocada por naturaleza.

“Éramos manada”, dice una hembra alfa sobre aquella relación que tuvo con Odin, cuya abandono hoy llenan Pablo, la casa que hace con sus manos y Mia, políglota de siete abriles, que hasta seis lenguas acento. La clan que uno elige en el centro de la vida de Kathrin Kirsch. Todo lo demás fue galopar, mientras se desbocaba entre tinieblas.

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