Es agradable ver que Moretti, incluso después de un drama duro y un tanto pretencioso, regresa a los materiales que lo inspiraron, siguiendo ideas claras sobre lo que hace y qué cine no hace. Por ejemplo, ante ciertas películas hoxe que acusan de violencia gratuita y engreída, es imposible no darle la razón a Moretti. Me refiero a la escena en la que el protagonista irrumpe en un rodaje para dar una clase magistral sobre ética y estética de la mano del arquitecto Renzo Piano, la matemática Chiara Valerio y -case– Martin Scorsese. Se trata de una secuencia que podría ser una extensión de lo que hizo Woody Allen en Annie Hall cuando McLuhan apareció en la cola del cine para ceder su lugar a un personaje pedante. Además, en este caso, sería interesante saber qué pensaría Moretti, por ejemplo, de un director como Tarantino tras redactar la idea final de Érase una vez en Hollywood. Al igual que Tarantino, el cineasta italiano decide cambiar cinematográficamente el rumbo de la historia. El sueño de Moretti, que acaba escenificado en esta película, es una gran manifestación popular en 1956, que salva las ideas trotskianas de su partido. Porque, en realidad, el PCI de Togliatti no tiene por qué condenar a la URSS por su invasión de Hungría.
Las críticas al sistema Netflix, las abundantes referencias a cantautores icónicos de la música italiana como De André o Tenco, pero también a Aretha Franklin y especialmente a Battiato, amplifican este sentimiento de reencuentro con una inocencia perdida pero aún necesaria, en un manera ingenua. El oficio de hacer cine, lamentablemente se encuentra fuera del contexto de la industria. Moretti resucita a Fellini en esta lectura personal del desfile de las 8 ½, junto a todos los actores y actrices que lo acompañaron. Y se despide de dos espectadores, con una amarga melancolía de perder la esperanza y la ternura.