Sudor y canas mantienen viva la viticultura heroica en la Ribeira Sacra


Tan pronto como ha surgido el sol. Los primeros rayos se filtran entre la niebla, acariciando las escarpadas colinas de la Ribeira Sacra, y ya son varios los vecinos que acuden a las fincas para principiar con la vendimia. Son, en su mayoría, familias con más padres y abuelos que hijos o nietos trabajando entre las parras. Un hecho que se acusa desde hace abriles y sin visos de cambio. Como en otros lugares de Galicia, especialmente en el interior, el envejecimiento universal de la población hace hendidura, más aún en este trabajo eminentemente físico, cuya dificultad se multiplica en el caso de la Ribeira Sacra, donde las pendientes en las que crece la uva llegan hasta los 88 grados en el Valle de Sil y los cañones de los ríos Miño y Sil. Un paisaje único donde la tradición de esta praxis centenaria ha llevado a que se conozca a los vendimiadores de esta zona como viticultores heroicos.


Vendimiadora entre las parras de una finca en la parroquia de Doade, Sober (Lugo)


Miguel Muñiz

El paso de las décadas facilita el trabajo en cierto modo, ya que siguen siendo muchas las cepas que, por su extrema irresoluto, impide el uso de tractores o maquinaria. Pero la esencia heroica de esta labranza se manifiesta en los vendimiadores que se cargan al hombro los capachos cargados de uva por las estrechas escaleras de piedra, utilizando guarniciones o botes por el río en los casos más extremos para los que tienen posibles. Pero estos fortuna no están al radio de la mayoría de viñedos familiares, con poca producción para consumo propio, en los que la desliz de dimisión y el envejecimiento obliga a replantearse o, directamente, abjurar las parras de más difícil paso para desgracia de sus propietarios.

Así lo señala un congregación de clan y amigos en plena tarea, en una de las múltiples viñas que se extienden en los alrededores de la parroquia de Doade, en el municipio de Sober (Lugo). Un congregación de seis vendimiadores en los que la media de existencia no depreciación de los 65 abriles, pero en los que toda una vida de vinculación a esta tierra agradecida a la olfato pero dura en lo que se refiere al curtido trabajo, como se puede apreciar en su dedicación a las vides. «Antiguamente, la vendimia era una fiesta en la que participaba todo el pueblo, nos ayudábamos los unos a los otros, pero ahora se ha convertido en un negocio» señala Ramiro. No es su caso, donde el congregación va por las distintas vides de cada miembro para tener morapio que consumen ellos mismos, entre mucho esfuerzo y sudor, pero con frecuentes bromas y chanzas que lo hacen más tolerable. «Hay que reirse, que para sentir todavía hay épocas» afirma Destino.


Diego, el más pipiolo del congregación, cargando las uvas colina en lo alto


Miguel Muñiz

Remotamente quedan aquellos abriles en los que no había pistas de tierra, como las de ahora, y los burros traían las arcas de madera donde luego se pisaba las uvas. «Aquello sí que era heroico», comenta una de las vendimiadoras, mientras Ramiro señala todavía cómo jóvenes de cada cuadrilla hacían carreras con las arcas cargadas al hombro. Su labranza ni las vides han cambiado desde que recogían las uvas de jóvenes, pero el paso de los abriles pasa recibo, «cada vez cuesta poco más» indica Rafael, propietario de la finca. Diego, que ronda los 50, es ahora el más pipiolo del congregación, encargado de subir las uvas por la irresoluto y echar una mano a los más veteranos, ya que sus hijos viven fuera trabajando en otros oficios. Señala que otros vendimiadores le han preguntado por familia pipiolo para ayudarles en la vendimia, pero «no hay».

Uva sin compradores

Un problema, el de la desliz de dimisión, que acusan en multitud de fincas, donde coinciden en la desliz de incentivos para que los jóvenes puedan seguir con esta tradición centenaria en un momento donde el remanente de uva de campañas anteriores y las dificultades para traicionar el morapio desde la pandemia, resulta en que mucha de la uva que se produce en pequeñas plantaciones no encuentre comprador.

«No tiene sentido que, con lo que les pagan -a los productores-, vayas a un restaurante y te cobren más por el morapio que por la comida» señala José Antonio, de 71 abriles, mientras recoge la mencía de su finca a escasos metros de Belesar. Al problema de la desliz de mano de obra e incentivos, añade que «las mejores cepas se quedaron debajo del río» tras la construcción de las presas. Ahora son catamaranes y zodias los que circulan cada poco por las aguas, con turistas atraídos por el cautivador paisaje de los cañones del Miño.


José Antonio, de 71 abriles, en la finca donde vendimia desde que era un gurí


Miguel Muñiz

Pero ello no ha supuesto un freno a la despoblación de la zona. Los datos de censo del Instituto Galego de Estadística (IGE) muestran como la población de los 27 concellos que conforman la Ribeira Sacra se ha estrecho a más de la centro entre 1986 y 2022, de 119.916 habitantes a 68.058. Todo ello sin contar con el envejecimiento progresivo y la escasa demografía de la zona, que afecta a todas las áreas productivas.

Lo ponen de manifiesto todavía en el Taberna Parrillada a Coba, una casa de comidas regentada por una clan que cuenta todavía con viñedos desde los que extraen la uva para el ‘viño da casa’ que luego ofrecen en su lugar. Las dificultades para encontrar personal tanto en el restaurante como en las vides les hace replantearse cada año si vale la pena vendimiar, pero de momento siguen animándose a pesar de que sea «un trabajo duro», reconocen.

Auge del enoturismo

Encima de la producción de morapio, el interés de los consumidores por el proceso de elaboración y todo lo que rodea este mundo ha derivado en la puesta de cada vez más bodegas que incorporan el enoturismo a su actividad. A día de hoy, ya son más de 40 las bodegas visitables en la Ribeira Sacra. Según los datos del Consorcio de Turismo, en 2023 recibieron 93.000 visitantes, más del doble que hace diez abriles -en 2004 no llegaban a la decena-. «Se ha constatado que no solo incrementan la traspaso de morapio en mostrador, sino que potencia su imagen y les ayuda a fidelizar clientes», afirma la administrador del Consorcio de Turismo de la Ribeira Sacra, Alexandra Seara.


Viticultores bajo la bodega Regina Viarum, donde se realizan visitas y cata de los vinos que producen


Miguel Muñiz

Una de estas bodegas implicadas con el enoturismo, la más visitada de la Ribeira Sacra, es Regina Viarum. En pleno corazón de este distintivo paisaje, ofrece una reconocimiento por sus instalaciones, donde se puede apreciar el origen de la tradición vinícola desde su entrada en la época romana a la contemporaneidad, con la sala de barricas donde se almacena el morapio. La directora de enoturismo de la bodega, Ángela Santoalla, explica como esta actividad «empezó poco a poco», con visitas que más delante incorporaron la cata de los vinos y, seguidamente, explicaciones que sirven de entrada a la cata, para identificar los aromas y sabores de forma barragana y haciendo partícipe al cliente. Todo ello desde una terraza con vistas privilegiadas a los cañones del Miño y a las vides que se extienden bajo las instalaciones, la conjunción de morapio y turismo que ha resultado en éxito para Regina Viarum.

«Es un pilar fundamental en la ofrecimiento turística del visitante desde siempre, pero hace unos abriles el número de bodegas abiertas al manifiesto era minúsculo, y muchas visitas enoturísticas se basaban en fotografiar viñedos desde miradores. Ahora son más de 40 bodegas las que reciben al manifiesto y muchas de ellas amplían catálogo de servicios con maridajes, conciertos, exposiciones…» añade Seara. Una profesionalización que permite a las grandes bodegas atraer talento y hacer frente a la despoblación de un enclave único en el mundo.

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