La poesía racheada de Carmen Martín Gaite


“Necesito poesía”, dice el primer verso de “Los libros que ahora busco”, uno de los últimos poemas escritos por la incomparable Carmen Martín Gaite, prueba de que, aunque su obra lírica fue exigua, nunca abandonó la poesía, al igual que Declaró en su momento: «No desapareció del todo el vicio de anotar algunas de esas impresiones que caen del cielo como relámpagos o estremecen todo nuestro ser, ni cerré la puerta a esas visitas fugaces de la poesía. Irrumpiría en mi casa sin previo aviso, como un amigo calamitoso y algo enfermo que busca refugio en un raro lugar milagrosamente ileso del naufragio, donde nadie le va a culpar de su ausencia. Ahora, la editorial La Bella Varsovia reedita su poesía recogida en ‘A rayas’, con el añadido de algunos collages inéditos que en nada aportan, a mi juicio, como tampoco lo hacen los poemas sueltos del otro apéndice, salvo quizás el dedicado a Antonio Martínez Sarrión. El prólogo, como en la recopilación de sus conferencias bajo el título ‘De viva voce’ (Siruela), Está protagonizada por el catedrático y poeta José Teruel, ganador del premio Ciudad de Salamanca hace dos años.

Es más, parece que a su casa llegó el verso, con la intención de llenarla “de colores”, antes que la prosa, en la que era una reconocida maestra. De hecho, casi la mitad de su carrera corresponde al período de su “primera juventud” (“incursiones juveniles”). Fueron llamados por su primer editor y amigo, Jesús Munárriz, responsable, con tenaz insistencia, que salen a la luz, “hurgando aquí y allá entre sus papeles”, preferiblemente en el “baúl de hojalata” de su madre). El tono de este ciclo inicial es, desde el punto de vista simbólico, algo evanescente, a veces vagamente amoroso, más bien onírico, interrogativo y exclamativo hacia “la mujer que seré”, atravesado por la melancolía, pero con la ilusión subyacente de escapar de lo que provincial, para salir “adelante al mundo”. Correspondería al mundo cerrado y en parte asfixiante de ‘Entre visillos’.

Sin embargo, muchos años después, recordaría con nostalgia aquel momento en el que cruzaba “la plaza mayor” con su “bolso de estudiante”, deslumbrada por un “sol frío, luz de nieve, resplandor”. Son versos de “Campana de Cristal”, un poema en el que su madre le advierte que cuando sea mayor será peor y que se abre y cierra con esta estrofa repetida: “A veces desearía haber seguido/en esa campana de cristal,/ todo limpio y pulido, / tamizó la luz, clara e igual.

En la línea de sus contemporáneos de la Generación del 50En cuanto a la forma, se ciñe a un ritmo clásico, sin recurrir a la rima, a través de versos de medida impar con preponderancia de los endecasílabos y, sobre todo, los heptasílabos, motivo por el que muchos poemas componen silvas blancas. En las entregas posteriores, salvo en su producción final, la canción folklórica cobra mayor protagonismo, en el buen sentido del término, por lo que abundan las rimas, los estribillos y las construcciones anafóricas. En muchos poemas se acerca a las manifestaciones tradicionales, incluso primeras, de nuestra poesía, en el caso de las canciones de amor y de amigos (“Oh amor/¿por qué tardas en llegar?”, concluye uno de los poemas otoñales de su adolescencia), hasta su oralidad chocante o divertida, un poco en la línea tan bien explorada por Isabel Escudero, musa y compañera del volcánico Agustín García Calvo, con quien la salmantina compartió juergas vitales. Munárriz recordó en su prólogo a la última edición de Hiperión que Carmiña, como la llamaban sus seres queridos, autora consagrada tras recibir reconocimientos como el Premio Príncipe de Asturias, el Premio Nacional de Literatura o el Premio de Letras de Castilla y León, fue cada El martes al Manuela, el café de Malasaña, “con una inquebrantable vocación de ir a contracorriente, de recitar versos con Paco Cumpian, Chicho Sánchez Ferlosio y otras personas que pocas veces aparecen en el papel y menos en la televisión”. Todavía tengo en mi cabeza, y sólo lo escuché en vivo, in illo tempore, dos veces, a su no menos incomparable cuñado Chicho cantando a su manera única y desenfadada, “Hidden English” o “Ni aguanta”. ni escapar.”

Se trata de una vena popular, apoyada en coloquialismos e ironías, inagotable, presente en poemas con título inequívoco en este sentido, como “Diez coplas de amor y lágrima” o “Villancico del cumpleaños”, pero apreciable en toda su obra poética de Madurez, aunque ya su primer poema publicado, “Tiempo de flor”, dirigido a una alondra como en otros apela a las telarañas, las azucenas, la luna llena o la primavera, remite al “Romance del prisionero”. Lo tradicional se combina a veces con el origen de los cuentos infantiles, seguramente el autor convencido de que la poesía debe preservar la inocencia y la ingenuidad de la infancia: «¡En los cuentos infantiles/ era tan fácil la transfiguración,/ el salto audaz y repentino! Se hace referencia a la Reina de las Nieves en la historia de Andersen, que también incluyó como título de una novela ambientada en el movimiento; a juegos infantiles en “The Playroom”; hasta ‘Caperucita Roja en Manhattan’ en un largo poema neoyorquino en memoria de William Carlos Williams, que él mismo tradujo, una vista de la calle de la ciudad que conduce al famoso cuadro de Edward Hopper de la mujer ensimismada, solitaria y descalza sentada al borde de la cama en una pensión.

Algunos poemas tratan de circunstancias, aunque, en rigor, todos lo son, según una frase proverbial de Goethe, como la de febrero de 1991 con motivo de la Guerra del Golfo. Otros parecen compuestos como por casualidad, siguiendo el dicho de fray Luis de León de que los poemas deben caerse de las manos. Salvo en sus desbordados refunfuños juveniles, en los citados pareados de amor y desamor, según Teruel probablemente inspirados “en su desafiante relación” con el hijo de Torrente Ballester, Gonzalo Torrente Malvido, uno de nuestros últimos escritores malditos, o en el desgarrador “¿Quién motiva?” mi denuncia” o “Donde acaba el amor”, donde Rafael Sánchez Ferlosio tal vez alude a su difícil y roto idilio, en la mayoría, ya sea una historia rota, un juego simulado, una eyaculación, un destello o una certeza improbable, La luz La gracia de la escritura de Martín Gaite se trasluce, siempre en defensa de la alegría, como triste, grácil y extemporánea, con sus canas en las velas, a toda vela, por las praderas del mundo. En sus diarios del verano de 2006, Rafael Chirbes, un colega cercano, Señala que al cuñado del autor de ‘La trastienda’, el lúcido e intrigante Javier Pradera, ella le pareció, probablemente por esa engañosa ligereza, “poco dotada y ligera”, pero sin duda “ella ha acabado siendo mineral sólido”, apreciación que suscribo.

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