José Luis Torró: Apresuraos a perdonar


José Luis Torró

En pantalla aparece un comunidad de hombres armados. Van sentados en la parte trasera de una camioneta descubierta. Recorren vociferando las calles de un pueblo que podría ser de la huerta valenciana. De fondo se audición La Internacional. El transporte se detienen delante de una vivienda unión. Con las culatas de sus armas golpean insistentemente la puerta. Pasado un tenso momento se entreabre una de sus hojas.

Uno de los individuos da una patada y la puerta se abre con exageración. Gritan reclamando la presencia del padre de la grupo que allí vive. Un hombre imberbe al que están buscando aparece desde el fondo. Se lo llevan a posteriori de atarle las manos a la espalda. A empellones le obligan a subir y lo arrojan a la trasera de la camioneta, en presencia de la desolada inspección de su mujer e hijos, de los que se ha despedido con unas palabras que el espectador no llega a escuchar.

El plano subsiguiente nos muestra de espaldas a la persona secuestrada. Está de pie entre dos tipos que lo custodian escopeta al hombro. Delante tiene a unos sujetos sentados detrás de una mesa. Quien la preside venablo una perorata en contra del detenido, le insulta y le acusa de conspirar contra la república, de ser un gazmoño, de fundar un sindicato católico. A desliz de un mazo, el jefazo de la checa golpea la mesa con un puño dando por terminada la comparecencia de la persona que han secuestrado, al tiempo que ordena que se lo lleven y «que hagan lo que ya saben que tienen que hacer». Aquel simulacro de discernimiento es un burdo formalismo que se salda con la intrepidez de asesinarle.

Le suben a la misma camioneta que ya hemos conocido y que una vez puesta en marcha es dirigida a las extramuros de la población. Se detiene delante de un horno de cal viva por cuya transigencia salen llamaradas de un fuego que se mantiene activo y que ahora ha sido avivado al arrojarle más troncos de madera. El hombre, que sigue con las manos atadas a la espalda, se muestra sereno y musita algunas plegarias ayer de ser arrojado al horno, al tiempo que se escuchan gritos eufóricos de quienes acaban de cometer tan espeluznante y criminal acto.

Podría tratarse del primer capítulo de una serie para una plataforma cualquiera, en la que se quiera mostrar los horrores de la retaguardia de una de las dos Españas, enfrentadas cainitamente en una sangrienta combate civil, en la que se cometieron cientos, miles de asesinatos. Como los cometidos en tantas poblaciones españolas en las que milicianos anarquistas, comunistas y ugetistas perpetraron contra personas a las que les acusaba de ser concurrencia de iglesia, capitalistas, de derechas, de estar afiliadas a un sindicato católico, de ser contrarias y conspirar contra la república…

Ninguna productora hasta la que se acercase un escritor con una historia como esta mostraría hoy por hoy interés alguno por realizarla. Otra cosa sería si la historia narrase casos de asesinatos, fusilamientos, con o sin discernimiento previo, historias incluso desgarradas y de extrema crueldad perpetrados por fuerzas nacionales o nociones incontrolados. En este caso es muy probable que sí habría productora interesada en filmarla. Encima, no tendría carencia de extraño que llegase a contar con una importante subvención pública con cargo a alguna partida de la convocatoria memoria histórica.

La narración, que no veremos en pantalla, podría continuar dando un brinco en el tiempo para lograr hasta nuestro días. Sus imágenes nos mostrarían el interior de la catedral de Santander el pasado sábado, toda ella repleta de fieles que asistían a la toma de posesión del nuevo prelado de aquella diócesis, monseñor Arturo Ros Murgadas, un valenciano nacido en 1964 en la población de Vinalesa, municipio de la huerta finalidad de Valencia.

Como todo prelado tiene un letrero obispal. El suyo es «Properata ad veniam offere», que traduce por «Apresuraos a perdonar». Esa frase fue pronunciada en habla valenciana por Arturo Ros Montalt: «Afanyeu-se en perdonar». Es la última que audición sobrecogida su mujer, encinta como está de su sexto hijo. Los otros cinco niños, que se apretujan unos con otros, están dominados por el terror y lloran sin consuelo al ver cómo se llevan a su padre. Arturo se despide de su mujer repitiendo: «Afanyeu-se en perdonar».

No le volverán a ver con vida. Vejado, maltratado, insultado por los milicianos que se lo llevan, no dejarán de martirizarle hasta que finalmente lo asesinan con la añadida y cruel crueldad que supone arrojarlo vivo a un horno de cal.

Esa frase, urgiendo a su mujer al perdón, sabiendo que lo iban a asesinar, es la misma que su nieto, incluso Arturo Ros, convertiría en su letrero obispal que daría a conocer en el momento de su orden, recordando que «estas palabras, pronunciadas tantas veces por mi abuela, sus hijos y mi padre, resuenan siempre en mi memoria».

Una memoria que incluso es histórica, por más que no parece que haya interese alguno que sea recordada ni contada pese ser una historia de perdón y reconciliación.


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