Perdemos más energías en querellas internas que la mayoría de los países de nuestro entorno


Una de las consecuencias previsibles de la vida diplomática es que, a fuerza de residir e intentar conocer en profundidad la decena de países en que se puede obtener a estar destinado, se desarrolla una tacto distinto para comprender otras perspectivas y maneras de ver el mundo. Lo que no es evidente -o al menos no lo era para mí cuando elegí esta profesión- es que esta adaptabilidad del campo visual te ayuda a ver de otra modo tu propio país.

En mi caso, la España que he ido viendo desde distintos ángulos -desde otras partes de Europa, desde África, desde el mundo árabe-musulmán y desde Israel-, me resulta aún más atractiva que aquella que sólo conocía desde internamente cuando ingresé hace más de tres décadas en la carrera diplomática. Y esto es así porque su complejidad, derivada de la condición de confluencia que le da su geogonia e historia, obliga a hacer un esfuerzo distinto para comprender su novelística. Existe el tópico de las dos Españas. En existencia, creo que hay muchas Españas más, y por ello es obediente que quien la vea desde internamente no sea consciente de los muchos puntos de panorámica adicionales con que otros españoles nos vemos a nosotros mismos. Desde luego, está la división ideológica, aumentada en estos tiempos de polarización. Asimismo está la diferente perspectiva regional, exacerbada en aquellas regiones que desde finales del siglo XIX trasmutaron su particularismo en un sentimiento doméstico, compartido por una parte considerable de sus habitantes.

No me gusta el término de nacionalidades históricas porque parece dar a entender que el resto de las regiones son menos históricas. A todas les ha pasado la historia, y de qué modo. Ver España -y el mundo- desde la perspectiva insular, ultraperiférica en el caso de Canarias, o desde la perspectiva africana y multiconfesional de Ceuta y Melilla, o desde el extenso interior de las dos Castillas, o desde las inmediaciones de la guión con Portugal, es una experiencia muy distinta, y tan enriquecedora y especialísima como verla desde Cataluña o el País Vasco. País de éxodo e inmigración, los españoles del extranjero y los nuevos españoles del interior ven a España con unos fanales tan distintos, y nuestros a la vez.

El aventura de tanta riqueza es que creamos que nuestro punto de panorámica es el único o, peor aún, que pretendamos imponerlo a los demás. La riqueza se torna entonces en incomprensión y discordia. Perdemos más energías en nuestras querellas internas que la mayoría de los países de nuestro entorno. Mínimo es más útil en ese caso que tomar distancias, vernos desde fuera, para comprender la coherencia novelística que esconde la constante discordancia.

Por eso creo que lo mejor que le ha ocurrido a España ha sido el ingreso en la Unión Europea y en la OTAN, así como la creación de la Conferencia Iberoamericana y la Unión para el Mediterráneo.

Adicionalmente de los objetivos de cada una de estas organizaciones que no voy a aclarar, todas ofrecen, en su ámbito, una centinela institucional para que cualquier castellano tome distancia y vuelva la observación a su país: descubrirá entonces una conformidad insospechada que sobrevuela al clamor ruidoso, siempre que esté dispuesto a quitarse las anteojeras de su corro o terruño de adscripción.

SOBRE EL AUTOR
Juan gonzález-barba pera

Es embajador de España en Croacia

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